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Chapter 38 - CAPITULO 3

Después de la gran batalla, cuando el polvo y la sangre se asentaron sobre el campo de guerra, Quetzulkan empezó a notar algo peculiar. Los Orkos no funcionaban como ningún otro ejército que hubiera visto. No había jerarquías definidas, no había estrategias sofisticadas ni tácticas militares formales. Y, sin embargo, funcionaban.

¿Cómo?

Porque para los Orkos, la guerra no era un medio para un fin.

Era el fin en sí mismo.

Lo primero que Quetzulkan entendió sobre la sociedad Orka fue que no había cadenas de mando estrictas, solo fuerza bruta y carisma descomunal.

El más grande, el más fuerte y el más brutal era el que mandaba.

Pero aquí no bastaba con ser fuerte una vez y ya. El liderazgo Orko era una prueba constante. Si un Orko sentía que su jefe no era lo suficientemente fuerte, podía desafiarlo en combate. Y si ganaba, tomaba su lugar.

El actual jefe de la banda era un monstruo de piel verde con una mandíbula prominente llena de colmillos, una enorme garra mecánica en un brazo y una espada dentada en el otro. Su armadura, hecha de piezas metálicas soldadas a la fuerza, tenía insignias burdas pintadas con rojo y amarillo.

Se llamaba Urgog Chaka-Dur, el "Matazeztos."

Quetzulkan lo había visto pelear, y en cierto modo, lo respetaba. No porque tuviera una gran inteligencia ni estrategia, sino porque su voluntad era inquebrantable.

Y en este mundo de guerra sin fin, la voluntad lo era todo.

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Una de las cosas que más impactó a Quetzulkan fue la forma en que los Orkos interactuaban con la realidad misma. Ellos tenían una fe inquebrantable en ciertas cosas, y esa fe parecía hacerlas reales.

Si un Orko decía que un arma rota todavía funcionaba, funcionaba.

Si creían que un vehículo destartalado podía moverse, se movía.

Si pensaban que eran imparables, lo eran.

Quetzulkan presenció cómo un Orko, con un arma que claramente ya no tenía balas, seguía disparando como si nada, y los enemigos seguían cayendo.

No por miedo, sino porque, de alguna manera, las balas invisibles parecían ser reales para los Orkos.

Esto se debía a algo que ellos llamaban el WAAAGH!, una energía psíquica que crecía con cada Orko que creía en algo. Cuantos más Orkos creían en una misma idea, más fuerte se volvía esa idea en la realidad.

Era una fuerza que desafiaba toda lógica.

Y Quetzulkan no podía evitar preguntarse…

¿Podría él aprovechar esa misma fuerza?

Mientras pasaban los días y se adaptaba más a la tribu, Quetzulkan descubrió que no todos los Orkos eran iguales. Había castas, aunque ellos no las llamaban así.

Los Orkos nacían de esporas y, dependiendo de las condiciones en las que crecieran, se desarrollaban de distintas maneras:

Los Chikoz: Eran los más pequeños y débiles, pero formaban la masa principal de la horda. Aún así, eran más fuertes y resistentes que un humano promedio.

Los Grandotez: Más grandes y fuertes que los Chikoz, estos eran los guerreros de élite dentro de la horda.

Los Nobz: Líderes en la escala baja, cada uno comandaba a un grupo de Orkos menores. Eran brutales, astutos a su manera y solían llevar mejor equipo.

Los Mekánikos: Los genios locos de los Orkos, capaces de construir armas y vehículos imposibles con chatarra.

Los Doks: Médicos improvisados que curaban a los heridos… o los mejoraban implantándoles cosas aleatorias.

Los Raros: Orkos con habilidades psíquicas que podían canalizar el poder del WAAAGH! para hacer cosas inexplicables.

Los Gretchins (o Gretchinz): Criaturas más pequeñas que los Orkos, usadas como esclavos y asistentes en la horda.

Urgog Chaka-Dur era el jefe de todos ellos, pero constantemente tenía que probar su fuerza para mantener su posición.

Y ahora que Quetzulkan había sido aceptado en la tribu, algunos Orkos empezaban a mirarlo con una mezcla de respeto y rivalidad.

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Una de las cosas que más impactó a Quetzulkan fue la forma en que los Orkos interactuaban con la realidad misma. Ellos tenían una fe inquebrantable en ciertas cosas, y esa fe parecía hacerlas reales.

 

Si un Orko decía que un arma rota todavía funcionaba, funcionaba.

Si creían que un vehículo destartalado podía moverse, se movía.

Si pensaban que eran imparables, lo eran.

 

Quetzulkan presenció cómo un Orko, con un arma que claramente ya no tenía balas, seguía disparando como si nada, y los enemigos seguían cayendo.

 

No por miedo, sino porque, de alguna manera, las balas invisibles parecían ser reales para los Orkos.

 

Esto se debía a algo que ellos llamaban el WAAAGH!, una energía psíquica que crecía con cada Orko que creía en algo. Cuantos más Orkos creían en una misma idea, más fuerte se volvía esa idea en la realidad.

 

Era una fuerza que desafiaba toda lógica.

 

Y Quetzulkan no podía evitar preguntarse…

 

¿Podría él aprovechar esa misma fuerza?

 

Mientras pasaban los días y se adaptaba más a la tribu, Quetzulkan descubrió que no todos los Orkos eran iguales. Había castas, aunque ellos no las llamaban así.

 

Los Orkos nacían de esporas y, dependiendo de las condiciones en las que crecieran, se desarrollaban de distintas maneras:

 

 

Los Chikoz: Eran los más pequeños y débiles, pero formaban la masa principal de la horda. Aún así, eran más fuertes y resistentes que un humano promedio.

 

Los Grandotez: Más grandes y fuertes que los Chikoz, estos eran los guerreros de élite dentro de la horda.

 

Los Nobz: Líderes en la escala baja, cada uno comandaba a un grupo de Orkos menores. Eran brutales, astutos a su manera y solían llevar mejor equipo.

 

Los Mekánikos: Los genios locos de los Orkos, capaces de construir armas y vehículos imposibles con chatarra.

 

Los Doks: Médicos improvisados que curaban a los heridos… o los mejoraban implantándoles cosas aleatorias.

 

Los Raros: Orkos con habilidades psíquicas que podían canalizar el poder del WAAAGH! para hacer cosas inexplicables.

 

Los Gretchins (o Gretchinz): Criaturas más pequeñas que los Orkos, usadas como esclavos y asistentes en la horda.

 

Urgog Chaka-Dur era el jefe de todos ellos, pero constantemente tenía que probar su fuerza para mantener su posición.

 

Y ahora que Quetzulkan había sido aceptado en la tribu, algunos Orkos empezaban a mirarlo con una mezcla de respeto y rivalidad.

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Quetzulkan sabía lo que venía.

Los Orkos no podían simplemente aceptarlo sin más. Alguien iba a desafiarlo.

Y no tardó mucho en suceder.

Un Nobz, más alto que los demás, con una cicatriz en la frente y una mandíbula metálica, dio un paso al frente y lo señaló.

—¡Oye, bicho grande! ¡A ver si eres tan fuerte como pareces!

Los demás Orkos rugieron en aprobación. Un desafío era algo sagrado entre ellos.

Quetzulkan sonrió. Este nuevo mundo, esta nueva sociedad… le gustaba.

Sin decir una palabra, se preparó para la pelea.

Porque en esta sociedad de guerra eterna, el único destino era pelear.

Y él estaba más que listo para demostrar que se merecía su lugar.

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El aire se llenó de tensión mientras los Orkos formaban un círculo alrededor de los dos combatientes. Quetzulkan, el recién llegado, el extraño, contra uno de los Nobz de la horda.

El retador era un monstruo de músculo verde y cicatrices. Su mandíbula inferior era completamente metálica, con colmillos afilados como cuchillas de una trampa de osos. Su armadura era un conjunto de placas de metal soldadas torpemente, y su arma era un garrote masivo con clavos oxidados sobresaliendo por todas partes.

Era un Nobz, un guerrero de elite de los orkos.

Los Nobz no eran Orkos normales. Eran más grandes, más fuertes y más inteligentes (relativamente hablando).

Eran los veteranos de la horda, los que habían sobrevivido a incontables batallas, y a menudo eran los que decidían quién llegaba a ser jefe y quién terminaba como un montón de carne aplastada en el suelo.

Pero lo más importante era esto:

Los Nobz creían que eran mejores que los demás.

Y lo creían tanto, que en la sociedad Orka eso los hacía realmente mejores.

Cada Nobz era un pequeño señor de la guerra dentro de la horda, liderando su propio grupo de guerreros menores, exigiendo respeto y, sobre todo, esperando que nadie desafiara su dominio.

Pero Quetzulkan había roto esa regla no escrita.

Por su brutalidad en la batalla, por la sangre derramada y la destrucción causada, los Orkos ya lo veían como algo más que un simple extraño.

Y eso significaba que el Nobz tenía que demostrar quién mandaba.

Si ganaba, Quetzulkan se volvería solo otro guerrero bajo su mando.

Si perdía… entonces Quetzulkan escalaría en la jerarquía de la horda.

Los Orkos no tenían duelos civilizados. Aquí no había reglas, no había un árbitro.

Solo la fuerza decidía.

El Nobz dio un paso adelante y escupió al suelo.

—¡'Toy harto de tanta charla! ¡Vamos a repartir hostiaz!

Quetzulkan no respondió con palabras. Solo sonrió y se preparó.

El Nobz atacó primero.

Su velocidad era sorprendente para su tamaño. El garrote con clavos cortó el aire con un silbido mortal, directo a la cabeza de Quetzulkan.

Pero Quetzulkan era aún más rápido.

Con un movimiento fluido, se agachó y esquivó por centímetros, sintiendo cómo el viento del golpe pasaba sobre su cabeza.

El suelo detrás de él explotó cuando el garrote impactó, levantando rocas y tierra como si fuera una bomba.

Quetzulkan contraatacó de inmediato.

Se lanzó hacia adelante, usando su velocidad y su fuerza para golpear con un puñetazo directo al pecho del Nobz.

El impacto fue como el estruendo de un trueno.

El Nobz salió disparado hacia atrás, chocando contra otros Orkos que observaban el combate.

Los Orkos que fueron aplastados por el cuerpo de su líder rugieron en enojo… pero también en emoción.

—¡Ooooh, ezto ze va a poner weno!

El Nobz se levantó con una carcajada salvaje. Sangraba por la boca, pero en sus ojos no había miedo… solo diversión.

—¡Je… je… je… VAZTA YA! ¡EZTO VA A ZER DIVERTIDO!

Los Orkos gritaron con entusiasmo. Esta no era solo una pelea.

Era un espectáculo.

Ahora ambos se lanzaron al combate con toda su ferocidad.

El Nobz arremetía con su garrote, atacando con golpes capaces de pulverizar rocas. Cada impacto en el suelo enviaba escombros y polvo al aire.

Quetzulkan, por otro lado, se movía con una precisión sobrenatural.

Su cuerpo se había vuelto aún más ágil, más eficiente en combate. Sus instintos de batalla habían evolucionado, y ahora leía los movimientos del Nobz como si fueran un libro abierto.

Con cada esquiva, Quetzulkan contragolpeaba.

Sus garras rasgaban la armadura del Nobz.

Sus puños rompían huesos.

Su velocidad era tal que el Nobz no podía reaccionar a tiempo.

Pero había algo más…

Cada golpe que Quetzulkan daba, cada movimiento que hacía, lo hacía sentir más fuerte.

Como si la batalla misma lo alimentara.

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Fue entonces cuando Quetzulkan notó algo extraño.

Con cada golpe, con cada grito de los Orkos, sentía algo fluyendo dentro de él.

Un poder extraño, algo primitivo, algo salvaje.

Cuando esquivó otro ataque del Nobz y lo derribó con un golpe en la mandíbula, los Orkos gritaron al unísono:

—¡WAAAAAGH!

Y Quetzulkan sintió una descarga de poder recorriendo su cuerpo.

Por un instante, su piel pareció brillar con energía esmeralda.

Sus músculos se sintieron más fuertes.

Sus heridas ardieron… y luego sanaron casi de inmediato.

Era como si el WAAAGH!, la energía psíquica de los Orkos, lo estuviera afectando también.

Pero eso no tenía sentido.

Él no era un Orko… ¿o sí?

Pero en ese momento, no le importó.

Lo único que importaba era la batalla.

El Nobz rugió y se levantó otra vez.

Pero esta vez, Quetzulkan no le dio oportunidad.

Se lanzó hacia adelante, atacando con una velocidad que rompía el aire mismo.

Con un último golpe, Quetzulkan hundió su puño en el pecho del Nobz con tal fuerza que el sonido del impacto resonó como un cañón.

El Nobz cayó al suelo.

Por un momento, hubo silencio.

Y entonces, los Orkos gritaron de emoción.

—¡WAAAAGH! ¡EZTO ZE PONE MEJOR!

Cuando el polvo se asentó, Quetzulkan se quedó de pie sobre su enemigo derrotado.

Sentía el WAAAGH! en su sangre.

Sentía la emoción de la batalla alimentándolo.

Y algo en su mente cambió.

No era solo un extraño en este mundo.

No era solo un guerrero solitario.

Era parte de la horda ahora.

Y le gustaba.

Le gustaba demasiado.

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