El aroma a café y bollería recién horneada envolvía la pequeña cafetería por última vez para Janet. Era su turno final. Brenda, con su delantal manchado y una expresión de melancolía inusual, la observaba desde el otro lado de la barra. La decisión de Janet de irse había dejado un pequeño vacío en la rutina ruidosa de la mujer.
—Bueno, Janet, de verdad que te voy a extrañar —dijo Brenda, con un suspiro audible—. Eras buena en esto, rápida y... bueno, misteriosa. ¡Justo lo que necesitaba esta aburrida cafetería!
Janet, que en realidad era Hitomi Valmorth, solo pudo asentir con una leve sonrisa. A pesar de su frialdad inherente, había desarrollado un respeto cauteloso por la simplicidad y la calidez genuina de Brenda.
—Tú también, Brenda —respondió Hitomi, su voz más suave de lo habitual—. Gracias por todo.
En ese momento, el jefe de la cafetería, un hombre calvo y regordete con un bigote poblado que siempre parecía estar molesto por algo, se acercó con una pila de billetes en la mano. Su ceño estaba fruncido, como de costumbre.
—Janet, Janet, ¿así que te nos vas de repente? —masculló el jefe, sacudiendo la cabeza—. No es muy profesional, jovencita. Se supone que das aviso con más antelación. No es así como funciona el mundo.
Hitomi lo miró sin inmutarse. Venía de un mundo donde las notificaciones eran solo para los perdedores y las despedidas se daban con explosiones o silencios eternos.
—Necesitaba irme —dijo Hitomi con simpleza—. Y he trabajado mis horas. Necesito mi paga.
El jefe resopló, irritado, y contó unos cuantos billetes con lentitud exasperante antes de entregárselos.
—Aquí tienes. Lo que te corresponde por estas... ¿cuántas semanas fueron? ¿Dos? —dijo, con un tono que implicaba que su trabajo no valía ni la mitad—. En fin. Buena suerte con lo que sea que vayas a hacer. Espero que sea más provechoso que limpiar mesas.
Hitomi tomó el dinero, apenas echándole un vistazo. Para ella, era una suma insignificante comparada con los millones que tenía, pero representaba una victoria personal en su intento de ser "normal".
—Lo será —afirmó Hitomi, con una certeza que el jefe no pudo entender. Se giró hacia Brenda—. Adiós, Brenda.
—¡Adiós, Janet! ¡Y cuídate mucho! —respondió Brenda, agitando la mano con una tristeza genuina mientras Hitomi salía de la cafetería, dejando atrás el olor a café y las tediosas conversaciones.
De vuelta en su pequeño apartamento alquilado, la puerta se cerró detrás de ella con un click definitivo. El disfraz de "Janet la barista" estaba a punto de ser colgado para siempre. La atmósfera era de una calma tensa, la antesala de un nuevo capítulo. La Lanza de la Aurora, desmaterializada, apenas un leve susurro en su conciencia, parecía vibrar con una expectativa silenciosa.
Con eficiencia metódica, Hitomi comenzó a recoger sus pocas pertenencias. Su ropa básica, algunos objetos de higiene personal. Luego, se dirigió al compartimento oculto en el suelo de su armario. De allí extrajo su preciada armadura ancestral: placas finas, casi como una segunda piel, grabadas con motivos Valmorth, que se ensamblaban y desensamblaban con un pensamiento.
Aunque no la usaría en su viaje, llevarla consigo era una necesidad. Después, de un doble fondo en su maleta, recuperó los sobres abultados, cada uno conteniendo fajos de billetes, los millones de euros que representaban su verdadera libertad económica. Los dólares canadienses que le había pagado su jefe apenas eran calderilla en comparación.
Mientras terminaba de empacar, un leve maullido llamó su atención. No era la primera vez que lo escuchaba. Desde hacía unos días, un pequeño gatito callejero, flaco y con un pelaje gris manchado, había merodeado por los contenedores de basura de su callejón.
Los vecinos lo ignoraban, o lo espantaban. Hitomi, en un impulso inexplicable para ella misma (o quizás un atisbo de la humanidad que su familia había intentado erradicar), había dejado pequeños restos de comida para él.
Ahora, el gatito estaba acurrucado junto a su puerta, maullando débilmente. La vio. Sus ojos grandes, suplicantes, se encontraron con los de Hitomi. Un atisbo de algo… ¿culpa? ¿Responsabilidad? Corrió por el pecho de la joven Valmorth. Laila nunca habría permitido una criatura así en la mansión. Ni John.
—¿Qué haces aquí, criatura? —murmuró Hitomi, su voz rara vez usada para la ternura.
El gatito maulló de nuevo, restregándose contra su tobillo. Era apenas un puñado de huesos y pelo. Hitomi suspiró. Un animal sería un estorbo. Pero la idea de dejarlo allí, solo, en las calles de Vancouver mientras ella se iba, se sentía… extraña. Incompleta.
—Bien —dijo Hitomi, con un tono que no dejaba lugar a discusión, ni siquiera para el gatito—. Vas a ser un estorbo. Pero te vienes conmigo.
Con delicadeza torpe, lo alzó. El gatito maulló una vez más, esta vez ronroneando al sentir el calor de sus manos. Hitomi lo acomodó en una pequeña mochila, asegurándose de que tuviera espacio para respirar. Un compañero inesperado para un viaje solitario.
Su plan era simple: llegar a Edson, y de allí, a los Bosques de Alberta. Lo haría caminando, si fuera necesario, usando su formidable resistencia física y sus sentidos Valmorth para orientarse. Pero el tren sería más rápido y menos llamativo.
Con su mochila a la espalda, el gatito acurrucado dentro y su fortuna escondida, Hitomi se dirigió a la estación de tren de Vancouver. El bullicio la golpeó de inmediato: anuncios atronadores, multitudes de personas, el olor a metal y a gente. Había visto estaciones en películas, pero la realidad era un caos abrumador.
Buscó los carteles, las pantallas, pero el diagrama de rutas era una maraña confusa de líneas y nombres que no le decían nada. Edmonton. Calgary. ¿Edson? ¿Dónde estaba Edson en todo esto?
Se sentía ridícula. Una Valmorth, una que había escapado de una de las familias más poderosas del mundo, con millones de euros en su bolso, pero incapaz de descifrar un horario de trenes. Respiró hondo, intentando canalizar la frialdad de su madre, la lógica de Constantine. Tenía que preguntar. Pero ¿a quién?
Vio a una mujer mayor con un chal de lana brillante, sentada en un banco, consultando un mapa de papel. Parecía amable, y lo suficientemente distraída como para no prestar demasiada atención a la persona que le preguntaba. Hitomi se acercó.
—Disculpe —dijo Hitomi, su voz un poco más dudosa de lo que le gustaría—. Necesito... uhm, necesito ir a Edson. En Alberta. ¿Sabe cuál es la mejor forma de llegar en tren?
La mujer la miró por encima de sus gafas de lectura, con una sonrisa amable.
—¡Ay, querida! Edson, claro. ¿No eres de por aquí, verdad? —preguntó la mujer, con una calidez que hizo que Hitomi se sintiera extraña. Estaba acostumbrada al temor o la reverencia, no a la familiaridad—. Mira, para Edson no hay un tren directo desde aquí. Tendrías que tomar el "Viajero Canadiense" hasta Jasper, y de ahí, hay un autobús o un tren más pequeño que te lleva a Edson. Es un viaje largo, ¿eh? Precioso, eso sí.
Hitomi asimiló la información. Jasper, autobús, tren más pequeño. Era más complicado de lo que pensaba.
—¿Y cuánto tarda? ¿Y dónde compro los boletos? —preguntó, sintiendo un leve rastro de frustración, pero esforzándose por mantener la compostura.
La mujer rió suavemente.
—Uhm, unas cuantas horas en el Viajero, y luego el enlace... calcula al menos un día y medio, quizás dos con las conexiones. Los boletos, aquí en la taquilla, en el mostrador principal. Asegúrate de pedir hasta Edson, te darán los enlaces. ¡Y lleva algo de comer! Los vagones restaurante son caros.
Hitomi asintió, su mente ya procesando la logística. Un día y medio. Parecía una eternidad. Le agradeció a la mujer, quien le sonrió de nuevo, antes de dirigirse al mostrador. Mientras compraba los boletos, el ronroneo suave del gatito en su mochila le recordó que no estaba sola en esta nueva y cómica aventura. El primer obstáculo de la normalidad había sido superado. O al menos, entendido.