LUCÍA.
Mi corazón latía con tanta fuerza que pensé que iba a estallar. El dolor, la adrenalina, el miedo… todo se mezclaba en un torbellino que no podía controlar. Miré a Leonardo, su cuerpo inerte sobre el suelo, cubierto de sangre. No podía… no podía dejarlo allí, no después de todo lo que habíamos pasado.
—¡Leonardo!— grité, pero la voz salió rasposa, como si la garganta me ardiera.
La respiración de él era apenas perceptible. Estaba demasiado herido. Yo también lo sabía, pero… no podía dejarlo.
De repente, sentí cómo alguien me tomaba de los hombros. La rusa, Irina, me ayudaba a levantarme, su fuerza me empujó hacia adelante, sin dejarme tiempo para procesar el miedo que me congelaba.
—Vamos, mueve,— me dijo, su voz dura pero no cruel. —Ellos lo llevan, tú también tienes que moverte.
Miré al frente. Tres hombres, un mexicano, un italiano y un australiano, llegaron corriendo desde las sombras. El mexicano, con su rostro enmascarado, y el italiano, con la mirada llena de tensión. El australiano tenía una expresión de rabia contenida, pero ninguno de ellos dudó. Rápidamente, se arrodillaron a los lados de Leonardo y, con una coordinación impecable, lo levantaron con una precisión militar.
El mexicano sujetó su torso, el italiano sus piernas, y el australiano cubría la retaguardia, asegurándose de que nadie más se acercara.
—¡Aguanta, Leo! ¡Te vamos a sacar de aquí!— El mexicano dijo con urgencia, su voz casi perdida en medio del caos.
No pude decir nada más. Solo los miré, sintiendo como la esperanza volvía a crecer dentro de mí, pero tan frágil. Yo no sabía si sobreviviría, no podía dejarlo solo.
—Vamos, ¡mueve!— ordenó Irina, empujándome hacia adelante mientras comenzábamos a correr, cada uno con su peso y su propósito.
Las voces de los soldados de I.F.L.O. todavía resonaban en el aire, pero sus disparos eran lejanos, apagados por la velocidad con la que nos movíamos. Los gritos y los pasos se desvanecían mientras nos dirigíamos al refugio más cercano, una estructura improvisada donde los médicos ya esperaban.
Mi cuerpo temblaba, pero no podía permitirme detenerme. No podía perderlos. Y sobre todo, no podía perderlo a él.
—¡Levántate, Lucía! ¡No pares!— la voz de Irina se volvía más urgente, como si mi lentitud fuera la peor amenaza.
Miré hacia atrás una última vez, viendo cómo los hombres cargaban a Leonardo, cómo sus cuerpos se deslizaban con destreza a través del terreno destrozado.
Entramos al quirófano, las luces frías y estériles iluminaban el espacio, haciendo que el lugar se sintiera aún más aislado de lo que ya estaba. Los soldados que nos ayudaron a traer a Leonardo se apartaron, dejando a los médicos tomar el control. Irina me empujó suavemente hacia un lado mientras los otros comenzaban a trabajar.
—¡Rápido!— gritó uno de los cirujanos mientras levantaba una mano para pedir espacio. —No tenemos tiempo, tenemos que estabilizarlo ya.
Mi cuerpo estaba rígido, pero todo lo que podía hacer era observar. Ver cómo lo despojaban de su ropa de combate, cómo le quitaban las botas, revelando su cuerpo destrozado. La piel de Leonardo estaba cubierta de cicatrices, algunas viejas y otras frescas, pero lo que me dejó sin aliento fueron las suturas rotas, las heridas reabiertas que aún manchaban su piel de sangre. Cada uno de sus músculos estaba marcado, cada área de su cuerpo parecía haber sido testigo de un sufrimiento infinito.
Los médicos murmuraban entre ellos, visiblemente preocupados por lo que estaban viendo.
—Ta' madre…— murmuró uno de los cirujanos, su rostro tenso mientras tocaba una de las cicatrices más grandes en su pecho.
—Con razón este niño tiene su cuerpo marcado de esta manera. ¿Qué demonios le han hecho?
—Es un jodido suicida, eso está claro, —dijo otro, su voz grave. —¿Cómo ha sobrevivido a esto?
—Lo más increíble es que sigue respirando,— intervino un tercero, mientras tomaba el monitoreo vital de Leonardo. —Parece que ni la maldita muerte lo quiere reclamar.
No sabía si me dolía más ver su cuerpo destrozado o escuchar cómo todos hablaban como si fuera un milagro que estuviera vivo. Leonardo siempre había sido un misterio para mí desde que llegó medio muerto como ahora, pero en ese momento, mientras lo observaba, entendí una pequeña parte de él. ¿Qué tipo de vida debía llevar para terminar así?
Un cirujano militar se acercó, inspeccionando más de cerca las heridas. —Esto será una cirugía imposible, no tengo duda de que la mayoría de sus órganos están comprometidos, —dijo mientras miraba las heridas en su torso. —Pero si podemos mantenerlo con vida por unos días, podríamos trasladarlo a la base y darle atención adecuada. De ahí podemos salvarlo.
Mi pecho se apretó al escuchar esas palabras. —No podemos perderlo,— murmuró, más para mí misma que para los demás. —Él… él no va a morir aquí.
—Eso es lo que vamos a intentar, —dijo el cirujano con una seriedad absoluta, pero había una leve duda en sus ojos. —Pero va a ser un milagro si lo conseguimos.
Los médicos empezaron a prepararse para la cirugía. Todos sabíamos lo que estaba en juego. Leonardo había sobrevivido a tanto, pero esta vez no podía ser sólo por suerte.
—Lo vamos a sacar de aquí,— dije, tomando una respiración profunda, tratando de calmarme. Pero, por dentro, todo lo que quería hacer era gritar, porque no podía entender cómo alguien podía soportar tanto y aún estar ahí, luchando por seguir adelante.
El cirujano miró a los demás y asintió. —¡Empecemos ya! No hay tiempo que perder.
El cirujano asintió con rapidez, su rostro cubierto de sudor, pero la desesperación reflejada en sus ojos era clara. —¡Necesitamos sangre, ahora!— ordenó con firmeza. —Vayan por lo que puedan conseguir, ¡está perdiendo demasiada!—
Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. Sabía lo que tenía que hacer. Con un gesto, tomé la iniciativa, guiando a los soldados hacia la salida del quirófano. La misión era simple, encontrar sangre lo más rápido posible.
Pero las sombras que se cernían sobre todo no me daban tregua. Algo en el aire me decía que cada segundo que pasara sería un segundo más cerca de perderlo.
Corrimos por los pasillos del hospital en ruinas, el sonido de nuestros pasos resonando en las paredes vacías. Los soldados seguían mis indicaciones, pero a medida que nos acercábamos a la sala del banco de sangre, mi esperanza comenzó a desvanecerse. Al abrir la puerta, el espectáculo era devastador. El lugar estaba destrozado, las estanterías volcadas y el equipo desparramado.
Un par de cajas caídas, abiertas, y la sangre que alguna vez estuvo en perfecto estado, ahora escurriéndose por el suelo.
—¡Mierda!— uno de los soldados murmuró mientras miraba alrededor, buscando algo útil.
—¡Rápido, busquen lo que puedan!— grité. —¡No hay tiempo, joder!—
Lo que quedaba de las reservas no era suficiente. Apenas dos bolsas de sangre, una casi vacía y la otra con una pequeña cantidad. Miré las bolsas con desespero. Sabía que eso no sería suficiente, pero no había otra opción. A pesar de todo, las tomamos y corrimos de vuelta al quirófano.
—¡Aquí!— grité mientras entrábamos, casi fuera de aliento. Entregué las dos bolsas al cirujano, quien las recibió rápidamente. La mirada de todos en el quirófano se centró en mí, en lo que traía, y aunque sabían que no sería suficiente, se apresuraron a utilizarlas.
—Esto no será suficiente, pero tendremos que hacer lo mejor que podamos,— murmuró el cirujano mientras tomaba las bolsas. —Necesitamos más.
Entonces, miré a mi alrededor, sintiendo el peso del momento. Mi cuerpo estaba en tensión, la adrenalina bombeando con fuerza. Sabía lo que tenía que hacer.
—Déjenme,— dije con firmeza, tomando una respiración profunda. —Yo voy a dar sangre.
Me miraron, sorprendidos. —¿Estás segura? —Preguntó uno de los médicos. —Estás agotada, y no sabemos cuánto durará la cirugía. No te arriesgues.
—No tengo heridas, no estoy enferma. Soy la única que puede dar sangre en este momento, y no me importa si me cuesta la vida,— respondí, sin titubear. —Si eso significa salvarlo, lo haré.
Un médico extra, que había estado preparando material quirúrgico, comenzó a preparar la aguja. Se acercó a mí con rapidez. Me senté en una silla, tomando la muñeca para indicarle la ubicación exacta de la vena. Mientras lo hacía, sentí el peso de la situación presionando sobre mí. Cada segundo que pasaba, cada pulso que mi corazón daba, era una esperanza más para Leonardo. Mis manos temblaban levemente, pero mi mente estaba fija en un solo pensamiento: salvarlo.
El médico insertó la aguja en mi brazo, extrayendo la sangre con precisión. Mi cuerpo reaccionó con un leve temblor, pero no me importaba. Todo lo que quería era que mi sangre llegara a él, que pudiera sobrevivir, porque sin importar lo que pasara, yo no lo iba a dejar ir.
Mientras mi sangre fluía hacia las bolsas, miré al cirujano que seguía trabajando sin descanso en Leonardo. Los otros médicos también estaban concentrados, haciendo todo lo que podían para mantenerlo con vida. La atmósfera en el quirófano era tensa, el tiempo parecía estancarse. Pero estaba dispuesta a hacer lo que fuera necesario.
—Esto tiene que funcionar,— susurré para mí misma, mientras miraba el rostro de Leonardo. La determinación en su expresión rota, incluso en su estado de inconsciencia, me daba fuerzas para seguir.
La aguja en mi brazo seguía extrayendo mi sangre, pero todo mi enfoque estaba en Leonardo. Cada vez que mi sangre salía de mí, sentía que una parte de mí misma también se desvanecía.
El cirujano no dejaba de trabajar. Las manos del médico se movían con rapidez, con la certeza de alguien que sabe que cada segundo cuenta. El monitoreo de Leonardo seguía, su respiración irregular, su pulso débil, pero la esperanza no moría. Si mi sangre era lo que necesitaba, entonces lo tendría.
—¿Cuánto tiempo más? —Preguntó uno de los médicos mientras se encargaba de las bolsas de sangre.
—Unos minutos,— respondió el cirujano, sin levantar la mirada de Leonardo.
—Solo unos minutos más y tendremos que hacer todo lo posible para estabilizarlo.
Mi cuerpo estaba comenzando a sentirse liviano. La extracción de sangre me estaba afectando más de lo que esperaba, pero no me importaba.
No podía quedarme de brazos cruzados cuando él luchaba por su vida. Cada latido del corazón, cada respiración que tomaba, era un recordatorio de lo cerca que estaba de perderlo.
La bolsa de sangre comenzó a vaciarse más rápido de lo que había anticipado, pero la vida de Leonardo estaba en juego. Me mordí el labio para no dejar escapar un gemido de dolor, pero seguí concentrada. No iba a fallar. No podía fallar.
De repente, un zumbido en mis oídos me alertó de algo. La visión comenzó a nublarse, pero me forcé a mantener la concentración. El médico que me estaba extrayendo la sangre notó el cambio en mi expresión y de inmediato dijo—:Necesitamos más sangre, pronto.
—Está bien, solo… solo sigan trabajando con él,— respondí con un esfuerzo, sintiendo la fatiga apoderándose de mi cuerpo.
En ese momento, el cirujano levantó la mirada hacia mí, una expresión de grave preocupación cruzó su rostro. —Lucía, ¿cómo te sientes?
—Solo… necesito seguir,— murmuré, mis palabras saliendo de mis labios como un susurro.
—Te estás debilitando, necesitas detenerte,— insistió el cirujano, pero sabía que no iba a detenerme. Yo no podía. No podía rendirme ahora. La vida de Leonardo era más importante.
—¡Sigan con él!— grité, empujando al médico de vuelta. —Estoy bien, solo… solo háganlo rápido.
La mirada del cirujano me dijo que no estaba de acuerdo, pero no dijo nada. Continuó su trabajo mientras los otros médicos seguían administrando las bolsas de sangre que había traído de vuelta. En ese momento, todo el hospital parecía detenerse.
Los sonidos de la guerra afuera, las explosiones, los disparos, todo se desvaneció a medida que mi mente se enfocaba únicamente en salvarlo. Cada gota de sangre que salía de mí, cada pulso que dejaba de sentir, todo estaba dedicado a él.
Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, el cirujano hizo una pausa. Miró los monitores que indicaban el estado de Leonardo y luego alzó la vista, sus ojos se encontraron con los míos.
—Está estabilizado, —dijo, y por primera vez en horas, su rostro mostró una leve sonrisa. —Pero todavía necesita más tratamiento. No podemos hacer mucho más aquí.
Los demás médicos comenzaron a trabajar rápidamente, conectando las últimas bolsas de sangre disponibles y asegurándose de que estuviera lo más estable posible. Pero la situación era clara. Si queríamos salvar a Leonardo, tendríamos que sacarlo de allí.
—Tenemos que moverlo a la base, —dijo el cirujano con seriedad. —Y rápido.
Me apoyé en la pared mientras el médico comenzaba a preparar los suministros para el traslado, sintiendo la fatiga invadiéndome por completo.
Irina regresó corriendo al quirófano, sus botas resonando contra el suelo manchado de sangre. En su mano apretaba algo con fuerza, como si de su vida dependiera. Se acercó a mí, que seguía apoyada en la pared, luchando contra el mareo, y extendió su mano temblorosa.
Era el collar de Leonardo.
El mismo collar que ese chico, Luis, le había entregado antes de morir... el mismo que Leonardo protegía como si fuera un tesoro. Quería dárselo a la familia de Luis, cumplir esa última promesa que se había impuesto, aunque le costara la vida.
Irina me miró con sus ojos duros, pero esta vez había una sombra de respeto y tristeza en ellos.
—Lo encontré donde casi lo capturan, —dijo, su voz rasposa. —No podía dejar que se perdiera. Él... él lo cuidaba como si fuera más importante que su propia alma.
Tomé el collar con las manos manchadas de sangre, sintiendo el frío del metal en mis dedos, exidada, gastada y golpeada, pero en ella residía el peso de toda una vida, de una amistad, de una promesa.
Lo apreté contra mi pecho, cerrando los ojos un instante, jurándome a mí misma que, pase lo que pase, ese collar llegaría a su destino.
Leonardo no podía fallar.
No después de todo lo que había soportado.
No después de cargar con tanta culpa, tanto dolor, tantos fantasmas.
El cirujano terminó de asegurar los vendajes y se dirigió a los soldados.
—¡Preparen una camilla, nos vamos en cinco minutos! ¡Debemos moverlo antes de que la zona se venga abajo!—
El mexicano, el italiano y el australiano se apresuraron a traer la camilla improvisada. Irina se quedó junto a mí, viendo cómo comenzaban a levantar a Leonardo con extremo cuidado, como si cualquier movimiento brusco pudiera romperlo aún más.
Sentí sus ojos sobre mí.
"Él es un idiota," murmuró en su acento ruso, apenas audible. "Pero por ahora, es nuestro idiota. No dejaremos que muera aquí."
Asentí, todavía sujetando el collar con fuerza. No iba a permitirlo. Nadie lo permitiría.
**
Los motores rugieron con fuerza mientras adaptábamos los vehículos enemigos que aún podían moverse. Vi cómo arrancaban las insignias de I.F.L.O. a tirones o las cubrían con trapos viejos manchados de sangre. No había tiempo para lujos ni para dudas. Solo acción rápida.
Subí junto a Leonardo en uno de los blindados capturados. Lo habían amarrado a la camilla y asegurado como pudieron, aún con tubos y bolsas colgando de su cuerpo. Yo no me despegué de su lado, con el collar de Luis apretado en mi mano y una jeringa lista en la otra, por si algo se salía de control.
Vi a Irina desde la puerta trasera del vehículo. Ella supervisaba cómo cargaban los cuerpos. No íbamos a dejar a nuestros muertos. Ni a los civiles que se partieron el alma defendiendo este lugar. Los cubrimos con mantas como pudimos. Fue lo único que nos quedó para darles respeto.
"¡Vamos, vamos, que se joda el protocolo, salimos en treinta segundos!" gritó el mexicano desde la cabina del transporte, su voz retumbando en la presión de mi pecho.
Los motores sincronizaron su rugido, y comenzamos a avanzar. Las ruedas aplastaban los escombros. Los vehículos crujían, heridas abiertas en el metal de una guerra que aún no terminaba. Cada uno de nosotros estaba aferrado a algo: a un recuerdo, a una promesa… a un muerto que no debía ser olvidado.
Miré para atrás. El hospital quedaba atrás, envuelto en humo. Las paredes se tambaleaban como si quisieran rendirse. Y aún así… había esperanza. Sobrevivimos. No todos, pero muchos. Más de los que habría pensado.
Apreté el collar contra mi pecho.
Este llegará a manos de la familia de Luis.
Y tú, Leonardo… aunque sea a pedazos… vivirás para verlo.
Te juro que vivirás.
Mientras el atardecer comenzaba a romper el cielo con tonos naranjas y grises, el convoy avanzó hacia lo desconocido. Dejábamos atrás el infierno, pero llevábamos con nosotros todo lo que valía la pena salvar.
No sé cuánto tiempo había pasado desde que me colocaron la aguja para donar sangre… pero fueron horas. Horas en las que sentí cómo el mundo a mi alrededor se iba desvaneciendo poco a poco, como si mi alma se desprendiera por partes, entregándose junto con cada gota de mi sangre. No me importaba. Él seguía respirando. Él seguía luchando. Eso era suficiente.
Pero el precio comenzó a llegar.
Primero fue un leve mareo. Luego, las manos temblorosas. Después, un frío que me caló hasta los huesos, a pesar del calor sofocante dentro del transporte. La adrenalina, que me había mantenido de pie desde que comenzó el ataque, finalmente me abandonó. Y cuando lo hizo, el cansancio cayó sobre mí como una losa.
Mi cuerpo dolía. Todo. Como si alguien hubiera apretado cada músculo, cada hueso, hasta dejarme hueca. Apenas podía mantener los ojos abiertos. Sentía la lengua pesada, el estómago vacío y los brazos inútiles.
Una voz dulce y firme me sacó de mi trance.
"Ey, tranquila, ya hiciste más de lo que cualquiera hubiera hecho," dijo la australiana. No recordaba su nombre, pero su acento era inconfundible.
Sentí sus brazos fuertes rodearme con suavidad, levantándome de donde estaba medio sentada, medio colapsada, junto a la camilla de Leonardo. Mi cuerpo no se resistió. Se dejó llevar como si fuera una muñeca de trapo, y por primera vez desde que comenzó esta locura… me permití soltarme.
Apoyé mi cabeza contra su hombro y sentí el vaivén del transporte continuar su camino. Ella me acomodó en una especie de improvisada colchoneta, con una manta sobre los hombros.
"Descansa, ya hiciste tu parte."
Asentí apenas, sin fuerzas para hablar. Mi vista se fue nublando. Pero antes de dejarme caer en el sueño, giré la cabeza con esfuerzo. Solo para verlo a él una última vez.
Leonardo seguía ahí. Con tubos, cables, heridas… pero vivo.
Apreté el collar de Luis contra mi pecho una vez más.
Solo un poco… Solo una pequeña siesta.
Me lo he ganado.
Nos lo hemos ganado.
Y cerré los ojos.