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Chapter 10 - 7: SANTO INMORTAL

Castillo del príncipe Kaladin

Año 860 de la Era Vampírica

Antes de la caída de todo el Reino de Ravak, un noche de luna creciente, un profeta anunció la llegada de tres santidades que erradicarían para siempre la corrupción del mundo y traerían paz y armonía.

El 1ro del quinto mes del nuevo calendario, tres asteroides surcaron los cielos de Alexandria.

 

El joven santo exterminador estaba a punto de enloquecer.

Permanecía día y noche recluido en la habitación que el príncipe vampiro asignó para él. La idea de que la realidad se convertiría pronto en su nuevo «hogar» destrozaba su mente. Ya no sabía qué esperar; ni siquiera podía aceptar que ahora parecía una suerte de invitado en el castillo del enemigo. Ni en los más locos de sus sueños se lo habría imaginado. Era un prisionero, un esclavo de su destino incierto. A veces despertaba y creía que todo volvería a ser como antes. Que regresaría junto a Archer a la organización y vería a su padre cuando regresara del reino Khundras. Lo anhelaba. Sin embargo, las pesadillas consumirían su cordura.

Y los recuerdos de su vida antes de conocer a Kaladin amenazaban con desvanecerse para siempre de sus memorias. 

Estar allí, sin duda, lo destruiría. El tiempo acabaría por condenarlo al infierno de sus más temidos miedos. ¿Por qué no lo mataban? Tal vez la incertidumbre haría el trabajo sucio. Si su mente se rompía, todo lo demás se derrumbaría. Cerró los ojos en un esfuerzo por calmar sus pensamientos. No podía ceder. Mientras tuviera fuerzas, no se rendiría.

En ese mundo oscuro al cual fue arrastrado a vivir, las sombras pronto irían a reclamar lo más valioso que aún le quedaba al santo: su alma.

Pero no logró concentrarse. Su mente no se tranquilizó. En su lugar la puerta de la habitación se abrió. Rune se dio vuelta en la cama y se aovilló entre las sábanas.

—Buenas noches, joven amo.

Joven amo, pensó el santo. No soy el amo de nadie.

No le contestó a la muchacha y tampoco se volteó para mirarla, en vez de eso, se quedó quieto.

—Debe comer, amo Rune. No lo ha hecho en todo el día.

Escuchó que la esclava entró en la habitación.

—El príncipe Kaladin lo espera en el comedor.

¿A caso a los vampiros les importa sentarse en una mesa para comer igual que los humanos?, el pensamiento le causó gracia.

—Es un santo, joven amo. No debería darse por vencido tan rápido. Tal vez no todo esté perdido. Hay que ser paciente y buscar las posibilidades.

¿Ser paciente? ¿Buscar las posibilidades?

Algo hizo clic dentro del exterminador.

Se enderezó en la cama y vio a la chica parada como un pequeña sombra en medio de la habitación. Tal vez la esclava tuviera razón. No podía mostrarse derrotado frente al vampiro. No podía traicionar sus principios. Era un guerrero de Ashém. Un salvador de la humanidad. 

Y lo más importante, todavía no había muerto. Por alguna razón, el príncipe le ofreció un trato para evitar la guerra. Quizá se acercaba el momento de pensar en lo que eso podría significar.

Una posibilidad, recordó.

—Dile a tu señor que iré en un momento.

La sirvienta asintió y abandonó la habitación.

 ***

Cuando Rune llegó al comedor, Kaladin lo esperaba sentado a la cabecera de la larga mesa, sobre la cual, un cadáver yacía sobre la superficie.

Al santo se le apretó el estómago luego de recorrer la escena con la mirada: el cuerpo estaba abierto del cuello al vientre, con las tripas regadas por el suelo y la sangre drenada en brillantes copas de cristal.

El vampiro sonrió y se levantó para recibir al exterminador.

—Vaya, vaya. Que alegría que nos honre con su presencia, joven santo de Rohaar —expresó él con voz encantadora, después señaló una silla para que se sentara—. Me preocupaba que hubieras muerto por inanición. Me han informado que te niegas a comer. ¿Por qué?

El exterminador se cubrió la boca con una mano. El hedor a sangre lo viciaba todo. Su vista se desplazó hasta el rincón al otro lado del salón, allí la esclava permanecía como una estatua. O un fantasma, pensó Rune al verla con aquel aspecto demacrado y descuidado. Un pretencioso banquete de diferentes aromas descansaba en el otro extremo de la mesa, de modo que el santo percibió la fragancia de las carnes y los postres mezcladas con la esencia de la muerte.

Quiso vomitar, pero se aguantó.

El príncipe insistió en que se sentara.

—No deberías dejar de alimentarte, no es bueno para la salud —dijo el vampiro sentándose a la mesa después de él—. No es ningún secreto que tanto nosotros como ustedes necesitamos de buena comida para mantenernos sanos.

—Se alimentan de nosotros —largó Rune, sin ánimo de probar bocado. Todavía sus ojos se desviaban al cadáver frente al vampiro—. Nos asesinan.

Kaladin enarcó las cejas.

—Ah… te refieres a esto —dijo Kaladin mientras tomaba el cuerpo y lo arrastraba fuera de la mesa—. Mis disculpas por esta terrible ofensa. Lo que pasa es que mi querido hermano es un poco… excéntrico. Pero que esto no te detenga. Hay comida y bebida exquisita; es toda tuya, santo. No pretendo que mueras. Hay asuntos que nos compete a ambos. —Se reclinó hacia atrás en su silla—. Hablando de eso, ¿ya te has decidido?

—No. Me pides demasiado, vampiro —respondió Rune, sus ojos se fijaron en la comida que tenía delante suyo, pero no pudo evitar sentir asco. El aroma a la sangre se había asentado en su garganta—. No puedo pensar con claridad aquí dentro. Tengo pesadillas todas las noches y… el miedo me confunde.

—Comprendo. —Kaladin no dejó de mirarlo. De pronto sus ojos de plata no parecieron tan feroces como antes.

Rune le quitó la mirada. Un cosquilleo le subió por las costillas y sintió que las mejillas se le encendían.

—No tengo nada de especial —murmuró el santo, mirando sus manos entrelazadas sobre el vientre—. Quizá debiste tomar a alguno de esos traidores que no tienen miedo de perder su humanidad. Yo no soy como ellos.

—Así veo. Sin embargo, eso me agrada. Que seas así.

Rune levantó la vista. Su corazón se agitó.

—¿Qué quieres realmente? —Los ojos del santo enfrentaron los del vampiro mientras hablaba—. Porque te empeñas en hacerme creer que eres diferente a tus hermanos o al Señor del Acero. ¿Por qué?

Kaladin parpadeó y, por un instante, Rune tuvo la impresión de ver un rastro de humanidad en sus ojos. El santo se sorprendió, aunque fuera por unos segundos, de descubrir que el vampiro vaciló.

—No necesito que me creas, santo, y tampoco quiero convencerte de lo contrario —dijo él, su voz áspera como la expresión en su rostro—. Soy un no muerto, he vivido muchas vidas y conocido infinidad de almas y puedo asegurarte una cosa: hay algo muy valioso dentro de ti. Y estoy seguro de que tu organización sabe de ello —concluyó antes de llevar una copa de cristal a sus labios. Y bebió.

Rune apartó la mirada.

»¿Podría haber ocupado a otro humano? —el vampiro continuó—. Me temo que no. No hay dos almas iguales en este mundo ni en el otro. Y la tuya, santo, es especial. Así que tienes que ser tu.

—¿Soy especial? —se bufó el muchacho—. Eso no es cierto, solo quieres persuadirme para tu beneficio. —Agarró valor de sus entrañas—. Si crees que porque soy capaz de usar dos diferentes polvos negros de vampiro me va a convertir en alguien importante, te equivocas. Los Maestros Santos también pueden hacerlo, de hecho, es un requisito para ascender a ese puesto. No soy especial, solo poseo lo necesario.

Los ojos de Kaladin brillaron.

—Ya veo. Tienes lo necesario. Ahora dime, santo, ¿ellos conocen tu alma?

El rostro de Rune se heló. ¿Acaso él podía ver tan profundo en su interior?

—No sé de qué hablas, vampiro. ¿Por qué los santos querrían ver mi alma? No tiene sentido.

—Tal vez no lo tenga, por el momento. Pero te prometo que pronto lo comprenderás todo. Y serás libre, verás la realidad —Kaladin dejó de lado la copa, colocó los codos en la mesa, entrelazó los dedos y apoyó la barbilla en ellos. Luego, mirando a Rune a los ojos le preguntó—: ¿estás dispuesto a descubrir la verdad? Si es así, permíteme ayudarte. Puedo mostrarte el mundo que los santos te han ocultado.

Rune vaciló. Su cabeza comenzó a dar vueltas.

—¿Qué tratas de insinuar, vampiro?

—¿No he sido claro? —Suspiró—. Bueno, me refiero a que hay algo más que solo disciplina e devoción en tu gente. Ustedes, los humanos, no son mejores que los vampiros. Al menos nosotros no ocultamos lo que somos en verdad, no tratamos de cambiar nuestra realidad. En cambio los humanos hacen daño, engañan, mienten y luego se esconden tras una falsa máscara de bondad y fe. Crees que conoces a tus superiores, pero a ellos solo le importa que puedas servirle adecuadamente.

Rune saltó de su silla.

—¡Cállate, demonio! No tienes derecho a hablar de nosotros. No conoces nuestra fe, ni nuestros ideales. Tampoco sabes lo que es tener una familia, un hogar. Lo que es sentir amor por otra persona. Eres un monstruo vacío. Y solo para que lo sepas, no me importa si no me rescatan, pues todos nosotros estamos dispuestos a morir en esta lucha, sabemos muy bien lo que arriesgamos y no tengo miedo a morir. —El pecho de Rune subía y bajaba.

—No tiene por qué ser así, santo. Morir, sufrir, ser herido y lastimado, podrías olvidarte de todo si aceptaras mi oferta.

El exterminador deslizó su mirada hacia el cadáver que Kaladin había quitado de la mesa y ahora yacía en el suelo. Vaciado y seco como una pasa.

—¿A qué precio? —farfulló, y se sintió impotente de no haber sido capaz de ayudarlo, pero no tenía armas ni polvo negro, estaba igual de indefenso frente al vampiro—. ¿Entregar lo único que puedo salvar de mí para luego vivir eternamente tomando las vidas de otros? No, jamás accedería a algo así. Quiero que mi alma llegue intacta al otro mundo.

Kaladin lo escuchó con atención. Luego volvió a cogió su copa y bebió un trago largo.

—Tu percepción es admirable. Eres sincero y directo, me gusta eso. Sería una pena que sufrieras a causa de la enfermedad de la ignorancia. Quisiera, de ser posible, que me dieras la posibilidad de cambiar tu perspectiva de las cosas que sabes. Demostrarte que no soy tan horrible como piensas. Que puedes confiar en mí a pesar de nuestras diferencias. No nos condenemos antes de conocernos bien.

Rune estudió otra vez los ojos plateados del vampiro. Para su sorpresa no halló ni una pizca de oscuridad en ellos. ¿Cómo lo hacía para ocultarla de él?

—Sé muy bien lo que tratas de hacer, vampiro, quieres confundir mi mente para usarme en contra de mi gente. Te lo advierto, no lo conseguirás. Escogiste al santo incorrecto.

—De acuerdo, te daré más tiempo. Solo te pido que no tardes mucho, por el bien de ambos —dijo Kaladin levantándose de la mesa—. No sé a dónde se ha metido mi escurridizo hermano. —Se volvió hacia Rune y le tendió una mano—. ¿Me acompañarías? Quiero enseñarte algo.

El santo frunció el ceño.

—¿Qué cosa? —inquirió, negándose—. Prefiero retirarme.

—Me gustaría contarte una historia acerca de mi familia, de los vampiros que tanto odias —insistió—. Prometo no quitarte mucho tiempo.

—¿Qué hay de tu hermano? —quiso saber Rune—. No quiero que suceda lo mismo que la vez anterior. 

Kaladin soltó una risita.

—Tranquilo, él no es como Milo.

Rune inspiró profundo. No es que pudiera negarse, si el vampiro lo quería, lo arrastraría por todo el castillo. Kaladin volvió a estirar su mano hacia el santo, que no fue capaz de rechazar. Una hormigueo trepó por su brazo cuando estrecharon sus manos y sintió la fría piel del príncipe. El vampiro, complacido, condujo al exterminador hacia el interior del castillo. Rune, aunque inseguro, se dejó llevar por los sombríos pasillos y escaleras. En parte resignado, porque su voluntad se había doblegado ante los deseos del príncipe con tal facilidad que ya no se reconocía a sí mismo.

 ***

Llegaron a una espléndida habitación atiborrada de retratos e imágenes del Señor del Acero. También había un montón de estanterías repletas de libros viejos y empolvados, y pilas de pergaminos bien enrollados. En una esquina, alejado de todo, el balcón ofrecía una amplia vista del valle y las montañas sombrías. De igual manera, Rune vio una posibilidad; podría lanzarse y huir de su cautiverio. Sin embargo, intuía que no sobreviviría a la caída. Estaban en lo más alto de una de las torres del castillo. Entonces desechó la idea. Una luz intensa y platinada penetraba por el mismo balcón, y brillaba como si estuviera hecha de cristales. Al exterminador le pareció hermoso; hacía días que no salía de su lúgubre habitación. Ni siquiera se había atrevido a abrir las cortinas para observar el exterior. Aquel no era su hogar.

Rune exhaló al recordarlo.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó el santo al regresar su atención al vampiro.

—Es mi lugar de meditación. Aquí nadie nos molestará. Ven, siéntate, por favor.

Rune, otra vez, dominado por las órdenes del vampiro, se sentó en un sillón de terciopelo que había junto prolijo escritorio. Pero el santo, en el fondo, sentía que tenía que estar lo más alejado de él que pudiera. Su cercanía le estaba afectando, no le hacía bien. Temía que pronto quedaría trastornado.

—¿Me has traído para adorar al Señor del Acero? —gruñó Rune, luego de estudiar los retratos.

Kaladin esbozó una sonrisa. Después rodeó el sillón y se sentó sobre el escritorio a su lado. A Rune le llamó la atención que el vampiro se mostrara de esa forma, relajado. Sencillo.

—Eres el primer exterminador que viene al Imperio por la fuerza, generalmente, no sucede así. Muchos peregrinan hasta la frontera en busca de nosotros. Irónico, ¿cierto?

—¡Son traidores! —largó Rune—. ¡Y yo soy un maldito prisionero! Una carnada…

—Bueno, es una forma interesante de verlo —Kaladin se cruzó de brazos y alzó la mirada—. Verás, era la única manera de alejarte de los santos de tu organización. Allí corrías peligro, no estabas seguro en Rohaar. Sé que todo esto te va a tomar desprevenido, quizá no me creas, pero si Roan llegase a enterar de quién eres en realidad, no habría dudado en invadir tu reino para cazarte. No espero que me veas como tu salvador, en cambio, solo te pido que confíes en mí. Aunque sea un poco.

Rune sintió que su cuerpo se estremecía. ¿Qué tanto sabía el vampiro de él? ¿Por qué de pronto comenzó a pensar que debería creerle?

Me estoy volviendo loco, razonó. Luego dijo:

—¿Y quién soy en realidad? —La voz se Rune se oyó desdeñosa.

Kaladin lo miró. Sus ojos, al deslizarse, centellaron como el filo de una daga.

—Eres un Santo Inmortal. Un salvador.

Por primera vez, Rune se largó a reír.

—¿Un Santo Inmortal? —repitió, divertido—. Eso no existe, vampiro, es solo una vieja historia inventada por un viejo "profeta" para dar esperanzas a los humanos que todavía sobreviven en los tres reinos. No soy estúpido. 

Kaladin suspiró.

—Bueno, tampoco es que esperara una reacción más inspiradora. Sin embargo, muy probablemente, en tu lugar hubiera dicho algo parecido. No te culpo de aquello; después de todo, tu propia familia te ha ocultado del mundo… de los santos que nos aniquilan. Rune, ni siquiera tu padre se atreve a enfrentarlo.

—Lo que dices es absurdo. —Rune miró al vampiro de reojo, dudando de su propio juicio. Ya no sabía qué era verdad o mentira.

—En un principio, pareciera que lo es. Pero con el tiempo te darás cuenta tú mismo de cómo son las cosas. Lo descubrirás incluso si te resistes, Rune. Pero, por el momento, es otra historia la que te quiero contar. Te hablaré del Señor del Acero.

—No hace falta, vampiro, todos conocemos a ese monstruo. Es lo primero que nos enseñan en la academia.

—Estoy seguro de que sí. —Kaladin se incorporó y se puso a caminar frente al santo—. Lo que ha hecho mi padre ha cambiado su historia… tal vez hasta su destino. No obstante, aquel que desató todo esto fue otro ser aún más oscuro y retorcido que mi padre.

Rune por fin dio señales de interés.

—¿Qué clase de ser?

Kaladin sonrió ante la pregunta del exterminador.

—Un demonio —contestó—. Uno que logró romper el velo de los mundos y cruzó a esta realidad.

—¿Un demonio? —La cabeza de Rune comenzó a funcionar a toda prisa—. ¿Por qué? ¿Cómo?

—Todavía desconozco cómo ocurrió todo, pero sí sé que él creó al primero de los vampiros: Kylas, quien pasaría a llamarse el Señor del Acero debido a su poder. Mi creador.

—Kylas… —murmuró Rune, seguro de que no haber oído ese nombre antes.

A pesar de las dudas que se asomaban en el rostro del santo, Kaladin continuó hablando.

—No es que trate de justificar nuestra existencia, pero no escogimos este camino, Rune, fuimos forzados a vivir de esta manera. Así como el demonio obligó a Kylas a convertirse en un monstruo, nosotros, de alguna manera, también somos sus víctimas. A excepción de Roan, por supuesto.

Rune estudió la expresión del vampiro. Había cierto pesar y…, aunque muy superficial, un poco de miedo.

—¿Qué pasa con Roan? —indagó el santo, curioso—. ¿No se llevan bien?

Kaladin se paró en seco, miró a Rune y respondió: 

—Verás, el Señor del Acero ha llegado a punto en el que perdió por completo la razón, ya no es el tirano que el mundo conoció. Mucho ha cambiado aquí en el Imperio. Eso y el hecho de que la sangre está escasa… hoy en día nuestros proveedores se marchitan. La calidad de su sangre ha decaído, lo cual nos ha vuelto más débiles y vulnerables. Mi visión y la de mis hermanos es que pronto nuestro imperio caerá. Por supuesto, nosotros también pereceremos con estas tierras. A Roan, más que a cualquiera de los demás, le preocupa que eso suceda. —Se detuvo a observar a Rune. Desde que llegó al castillo, nunca lo había tan atento a sus palabras—. Lo que quiero decir con todo esto, es que Roan pretende desatar otra guerra. Una cruzada definitiva que ponga al fin a los tres reinos a sus pies.

Rune no se sorprendió. Se hablaba de guerra en Los Santos Exterminadores de hacía no mucho. Era algo para lo que se estaban preparando.

—¿Por qué me cuentas todo esto? —El santo frunció el ceño—. Si mi división decidiese venir a rescatarme, yo podría salir de aquí y llevarme esta información a Rohaar. Estoy seguro de que los Maestros Santos sabrán exactamente qué hacer con ella.

Kaladin sonrió. Pero no fue una sonrisa amenazadora.

—Sí, es una posibilidad. Sin embargo, joven inmortal, no saldrás de este castillo. Lo siento, no te entregaré a los santos. He tardado mucho en encontrarte, además —sus ojos se enfocaron en los de Rune—, va a llegar el día en que no querrás regresar. No tendré que obligarte. Cuando la verdad se desvele, permanecerás a mi lado.

Una mueca torció los labios del joven santo.

—¿Qué te hace creer eso? yo no voy a… —ladró justo cuando la puerta de la habitación se abrió.

Kaladin se giró hacia la entrada. Una sombra recortó el umbral. Para Rune, unos ojos depredadores despuntaron en la penumbra y se clavaron en él como dagas de plata.

La figura entró.

—Por fin te encuentro, hermano. —La voz del vampiro era suave y con delicados toques femeninos camuflados bajo un tono que simulaba ser masculino—. Tenemos una charla pendiente.

Rune quedó pasmado con la belleza del sangre oscura. Por un instante creyó ver a una mujer escondida detrás de una máscara de un chico demasiado fino y elegante. Y su distinguida postura le recordó a una orgullosa flor recién florecida.

—¿Él es…? —balbuceó el santo, confundido.

Kaladin se acercó a Rune, se inclinó y le susurró en la oreja:

—Mi hermano mayor, bueno, es el segundo después de Roan. —Luego se incorporó y saludó al otro vampiro—. Buenas noches, Lucien. Claro, conversemos.

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