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Chapter 15 - 9: EL NUEVO SECRETARIO DEL REY

Baekjoseon, Año del Tigre, Decimonoveno invierno

 

«A veces me pregunto si fui yo quien arrastró la nieve al mundo… o si la nieve vino a consolarme.»

—Pensamientos del rey Yi Hwan

 

La mañana pesaba como una tela mojada.

El viento susurraba en las hendiduras del papel hanji y arañaba la ventana de Seo Jisoo con los dedos de un fantasma. El joven no dormía bien desde su regreso a Baekjoseon. Su mente viajaba sola, sin control, a lugares donde el frío no era solo climático, sino íntimo.

Y esa mañana, soñó.

Soñó con un niño.

Él mismo, quizás, a los diez o doce años. Corriendo por un pasillo lateral del palacio, escapando de una clase de caligrafía, de una reprimenda, de algo trivial que ya no importaba. La nieve caía suave, como si alguien la estuviera derramando a puñados desde el cielo.

El silencio era absoluto.

Y en el claro de un pequeño jardín trasero, junto a un árbol torcido por el peso del hielo, estaba él. El príncipe heredero. Yi Hwan.

A solas.

De pie.

Frente al cuerpo congelado de una cierva. O quizás era una sirvienta. O una sombra humana transformada en estatua de cristal por el invierno que lo seguía.

Su rostro era inexpresivo, pálido, más pálido aún bajo la capa del alba.

Su cabello, aún oscuro, caía sobre la frente, pero su ojo blanco estaba abierto, sin un escudo de seda que lo ocultara. Mirando el cadáver.

Como si viera más allá.

Como si supiera que un día él también se volvería hielo. Jisoo, en el sueño, no se movía. Solo lo observaba. Y entonces, el príncipe habló, sin girarse:

—¿Tú también vas a temblar cuando me veas?

Y al girarse, el viento helado lo atravesó todo.

Jisoo despertó jadeando.

El futón estaba empapado en sudor frío. La luz encapotada del amanecer aún envolvía la casa, pero ya el cielo insinuaba un gris más claro en el este. No había tenido ese recuerdo en años. O quizás nunca fue un recuerdo, sino una imagen enterrada en su conciencia.

Un símbolo.

Se pasó una mano por el rostro.

El nombre de Yi Hwan le ardía en el pecho como un secreto mal guardado. No tuvo tiempo de pensar mucho más. Una sirvienta llamó la puerta de su habitación. Una vez, luego otra.

—Joven amo Seo, traigo un mensaje de su honorable padre.

Jisoo abrió con el ceño fruncido. La mujer que aguardaba en el pasillo le entregó una misiva sellada con el carácter de la familia Seo. No era necesario leerla para saber su contenido.

Pero lo hizo igual.

 

"El anuncio será mañana. El secretario real será nombrado al mediodía. No olvides cuál es tu deber. No nos hagas perder el favor que hemos ganado."

 

Ni una palabra más. Ni una menos.

El mensaje apestaba a amenaza con ropaje de deber. Su padre había tejido todo con anticipación. Lo había empujado hacia esta jaula desde el momento en que regresó de Ming.

Jisoo lo sabía.

Pero también sabía que fuera del palacio, no había espacio seguro para él. Aceptar el cargo no era obedecer.

Era esquivar.

Ganar tiempo.

Buscar respuestas…

Y ver a Yi Hwan, al rey de la nación de hielo con sus propios ojos. Se sentó en el borde del futón. El viento entraba leve por una rendija.

«¿Tú también vas a temblar cuando me veas?»

 La voz del sueño aún resonaba en su pecho.

—No, esta vez no. —murmuró. Y apretó el sello del mensaje hasta que se rompió entre sus dedos.

 ***

Seohan olía a tierra húmeda, pescado seco y castañas tostadas.

Los toldos crujían bajo el peso del hielo, y la nieve descendía como un manto interminable, silenciando los pasos, apagando las voces. Entre las calles del mercado, ondeando como pétalos grises, Seo Jisoo avanzaba con un paraguas de papel sobre la cabeza. Era blanco, salpicado por pequeñas flores rojas pintadas a mano, casi marchitas por la nieve que lo rozaba.

Llevaba el cuello del hanbok subido, las manos cubiertas por un suave entumecimiento. El viento le calaba en los huesos. Y, sin embargo, sus pensamientos le quemaban los sesos.

¿Por qué estaba allí? ¿Por qué había decidido salir?

Para buscar un obsequio.

Para el nuevo rey. Para él.

No tenía una respuesta clara. Ni siquiera estaba seguro de que fuese apropiado.

Un regalo personal, antes de ser oficialmente secretario del trono… ¿Qué intentaba probar con eso? ¿Lealtad? ¿Afán de redención? Nada de eso tenía sentido. El rey podría haber olvidado su rostro. Su voz.

Caminó sin rumbo entre puestos de caligrafía, vendedores de sedas, especias congeladas, máscaras de teatro. La ciudad parecía observarlo con su silencio blanco, como si supiera algo que él no.

Entonces lo vio.

Un pequeño puesto de marquetería y tallas en madera, a la sombra de un cerezo seco. Entre los objetos apilados —esculturas de grullas, abanicos decorados, y cajas laqueadas— había una figura en forma de dragón. Pequeña, delicada. Tallada en una sola pieza de madera oscura, con los ojos incrustados de vidrio azul. El dragón se enroscaba sobre sí mismo, como si durmiera bajo la nieve. Una criatura poderosa, callada, contenida.

Como Yi Hwan.

Jisoo se acercó, y extendió la mano.

—Ah…

Otra mano, delicada, tocó la figura al mismo tiempo.

Se giró, un poco sobresaltado. Frente a él, con una sonrisa breve y estudiada, estaba una joven envuelta en un hanbok azul noche, con detalles plateados que imitaban copos de nieve. Su cabello estaba recogido con un pin de jade, y sus ojos lo observaban con la tranquila certeza de quien siempre sabe lo que dice.

—Qué coincidencia. Parece que tenemos gustos parecidos. Dime, joven erudito, ¿cree que le agrade al rey?

Jisoo parpadeó.

—¿Al rey?

—Claro. —Ella apartó la mano con gracia, pero sin perder firmeza en la mirada—. No tardarán en elegir una reina, ¿no es así? Hay que prepararse antes de que eso ocurra.

Seo Jisoo sintió un frío diferente, no el que venía del cielo.

—¿Y piensa que un dragón bastará para eso? —replicó, sin sonreír.

—Tal vez no. —Ella bajó la mirada hacia la figura—. Pero es un gesto. Y el invierno ha hecho del palacio un lugar muy hambriento de gestos.

Silencio.

Ella alzó de nuevo la vista.

—Es el hijo del Ministro de Ritos, ¿me equivoco?

—No se equivoca.

—Entonces seguro nos veremos pronto en la Corte de Hielo. Mi padre es el Ministro del Tesoro. —Hizo una pequeña reverencia. —Soy Kim Seryeong.

Jisoo se inclinó apenas. Sintió que la vería más de una vez en la Corte de Hielo. Y esa idea le inquietó.

Ella, sin embargo, no tomó la figura. Solo le sostuvo la mirada un segundo más de lo necesario y se marchó, con los copos de nieve pegándose a su cabello.

Seo Jisoo respiró hondo.

—Esto es absurdo…

Tomó el dragón con cuidado, como si pudiera quebrarse. Pagó con unas pocas monedas, se lo guardó en el interior de su ropa y siguió su camino, más lento.

No sabía aún si se lo daría. Pero lo tenía.

Y eso bastaba. Por ahora.

 

***

 

Seo Jisoo estaba solo en compañía del atardecer, en el cuarto donde había crecido, aunque ya no se sentía suyo.

El calor del brasero era tenue, apenas suficiente para espantar el temblor de los dedos.

Sentado en el suelo, las piernas cruzadas, observaba la figura de madera del dragón, colocada sobre la mesita baja de roble barnizado.

No la había envuelto aún.

No se atrevía.

Simplemente la miraba. Como si al hacerlo, pudiera escuchar algo de su silencio. El dragón parecía dormir. Su cuerpo curvado era como una espiral de protección… o de encierro. Sus ojos, de vidrio azul, parecían helados. Como los del niño que Jisoo recordaba.

El príncipe que una vez lloró solo, escondido entre las columnas del pabellón este.

El niño que no sabía mentir con los ojos, aunque todos a su alrededor lo intentaran.

Jisoo suspiró.

—¿Se acordará de mí? —murmuró, apenas audible.

Ni siquiera sabía si deseaba que lo hiciera. No como el hijo del Ministro de Ritos. Sino como el niño que le dijo: «parece que llevas al invierno contigo.» Sus dedos rozaron la madera, dudando.

Era un regalo, sí. Pero también una pregunta.

¿Aún era ese niño?

El crujido seco de una puerta lo hizo alzar la cabeza. No necesitó girarse para saber quién era. Esa forma de entrar sin ser invitado, como un susurro que se impone. Su padre.

—Pensé encontrarte aquí —dijo la voz grave, sin emoción—. La casa parece vacía sin ti.

Jisoo no respondió de inmediato. Se giró con calma, sin levantarse.

—¿No dijiste que me había vuelto blando en Ming? Me sorprende que ahora extrañes mi presencia.

Su padre esbozó una mueca que no era sonrisa ni desprecio, sino algo entre ambas.

—El mundo se ablanda antes de quebrarse. A veces es necesario.

Entró más en la habitación. Su sombra se proyectó larga sobre el piso, acercándose al pequeño dragón sobre la mesa. Lo observó un momento.

—¿Un obsequio?

Jisoo asintió, sin mirarlo.

—Sí.

—Para el rey.

No fue una pregunta.

Jisoo no respondió.

El Ministro de Ritos cruzó los brazos, y la leve frialdad en su rostro se volvió desafiante. Autoritaria y calculada.

—Te anunciarán mañana como secretario real. Una gran posición… para alguien con tu rostro. Quizá llevar un obsequio podría ayudar. —Lo dijo con el mismo tono que usaría para hablar del clima.

Jisoo lo miró por fin, los ojos cansados.

—¿Me nombrarán secretario… o emisario tuyo?

—Serás ambas cosas —respondió el padre, sin dudar—. Y serás bueno en ello. Porque sabes escuchar, y sabes callar.

Hubo un silencio.

Jisoo bajó la mirada hacia el dragón.

—¿Y si no quiero callar?

Su padre se acercó. Le colocó una mano en el hombro, firme, pesada.

—Entonces tendré que cortarte la lengua.

Y sin decir más, se marchó.

Jisoo no lo siguió con la vista, solo cerró los ojos un instante, dejando que el peso del invierno volviera a caer sobre su pecho.

Y el dragón seguía allí, inmóvil.

Como él también tendría que estarlo en la Corte de Hielo.

 ***

El gran salón de audiencia, en el corazón del Palacio Blanco, estaba revestido con un frío ceremonial.

Era medio día y las esteras recién extendidas crujían bajo las pisadas de los altos funcionarios, y el incienso quemado dejaba una estela amarga en el aire. La nieve golpeaba suavemente las celosías de papel, sin llegar a colarse, pero recordando a todos que el invierno no dormía. Nunca.

Yi Hwan se sentaba en el trono de dragones con la espalda recta, envuelto en la túnica escarlata de los reyes. Sus ojos —uno negro y otro cubierto por el ya célebre parche blanco de seda— no miraban directamente a nadie.

Solo escuchaba.

Era su modo de mantener distancia. De no mostrar debilidad.

«El Rey de Hielo», lo llamaban en voz baja.

«El Hijo del Invierno», en susurros de quienes temían.

Un maestro de protocolo anunció el siguiente nombre con voz templada:

—Seo Jisoo, hijo del Ministro de Ritos, recomendado como Secretario Real Asistente en virtud de su formación académica en la Corte Imperial de Ming, y sus conocimientos en administración y lenguas extranjeras.

El silencio se hizo.

Jisoo entró con pasos lentos, el sonido de su calzado apenas audible contra las piedras pulidas. Su figura destacaba por su porte sereno, el rostro pálido, el cabello recogido con exactitud. Vestía sobrio, pero pulcro. Sus ojos, sin embargo, ocultaban algo que nadie podía leer. Tal vez ni siquiera él mismo.

Se inclinó profundamente ante el rey.

—Jeonha.

Yi Hwan lo observó.

Tardó un instante más de lo necesario en responder.

—Has sido recomendado por tu padre —dijo con una voz grave, calmada, casi impersonal—. Y por tus méritos en la Corte de Ming. ¿Estás dispuesto a servir a la Corte de Hielo?

—Sí, Jeonha. —Jisoo no alzó la vista.

—¿Y a mí?

Una pausa. Breve. Apenas el roce de un pensamiento. Nadie, en ese instante, hablaba. Ni un susurro, nada en absoluto. Era como si todos esperaran a que Jisoo cometiera alguna imprudencia. Algo que molestase al rey y desatara su furia.

—A usted, Jeonha.

Yi Hwan asintió. No dijo nada más, en su lugar hizo un leve gesto con la mano.

El nombramiento estaba sellado.

La ceremonia continuó, pero el ambiente se volvió más denso. Algunos ministros cuchicheaban. El Ministro Seo, en su sitio, ocultaba su satisfacción bajo una máscara de seriedad. Jisoo fue guiado fuera del salón por un eunuco. Pero antes de cruzar el umbral, volvió la vista un momento.

El rey no lo miraba.

No lo había reconocido.

No había en su rostro ninguna chispa de memoria.

Jisoo apretó los labios.

¿Por qué debería de recordarme?, pensó.

No estaba decepcionado. O al menos eso quería creer.

Quizá era mejor así. No necesitaba que lo recordara.

Solo que lo escuchara. Con el tiempo.

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