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Chapter 16 - INTERLUDIO I: KORAN LANS

El viejo Koran entró en la tercera celda de la prisión subterránea de la academia. Detrás de él, una voz joven habló.

—Lo capturaron en la mañana; los santos que lo trajeron me informaron que estaba intentando cruzar la frontera hacia el Imperio.

Koran estudió, en silencio, el rostro maltrecho del prisionero. Tenía sangre seca en la frente y en el cuello, y moretones que desfiguraban un poco su semblante a tal punto que era casi irreconocible. Los ojos del viejo santo se entornaron al percibir en la mirada del hombre un odio profundo. Tan malicioso como la sangre misma de un vampiro.

—¿Querías convertirte en un Oscuro? —le preguntó.

Pero el hombre solo gruñó.

—Quizá debamos entregarlo a las autoridades de la capital —volvió a hablar el chico que, con timidez (o tal vez miedo), se acercó a Koran—. Los santos han dicho que…

—Yo me ocuparé de él, Digori —lo interrumpió Koran con una suavidad peligrosa en la voz.

—Claro, mi señor —dijo el joven flacucho, dando un paso atrás, inseguro sobre si debía salir o quedarse. Hizo lo último.

El prisionero, que estaba aovillado en un rincón de su celda, levantó la vista y desafió la mirada inhumana del viejo Maestro Santo.

—Ustedes son el mal de este mundo —murmuró el hombre con voz desdeñosa.

Koran suspiró.

—Déjanos a solas, Digori. Necesito hablar con nuestro invitado.

El joven santo titubeó y balbuceó un par de palabras de asentimiento antes de salir con rapidez del lugar. Y tras cerrar la ancha puerta con meticulosa lentitud, la prisión quedó en un sepulcral silencio.

—Eres un monstruo —dijo el hombre mientras se incorporaba con notoria dificultad. Los santos que lo capturaron le habían proporcionado una buena paliza.

—Es posible —murmuró Koran, cuyos ojos recorrieron de arriba abajo al sujeto ante sí. No era más que un saco de huesos y piel seca. Llagas y suciedad—. Has de haber perdido toda tu fe en Ashém para querer entregarse voluntariamente a los sangre oscura. ¿Me equivoco?

El hombre rio.

—¿Qué quieres de mí, santo? —preguntó.

Koran sonrió.

—Necesito tu alma —respondió sin más.

—¿Qué? —el hombre se puso pálido; los nervios se le tensaron y comenzó a sudar helado—. No puedes… ¡Imposible!

—Puedo hacer mejor uso de tu miserable vida. Después de todo, ibas a morir en el Imperio. —Koran se acercó al hombre y extendió una mano hacia él—. Yo, Koran Lans, cuidaré de tu alma. Ya no sufrirás. No llorarás más pérdidas. Por Elise y Maryl. Por Rohaar.

El prisionero, tembloroso, se agazapó a la pared detrás suyo y se dejó caer hasta el suelo, negando con la cabeza.

—No. no…, yo. ¿Qué eres?

Koran se acuclilló y tocó la frente perlada del hombre con un dedo, y dijo:

—Esta noche, Robert Drun, tendrás lo que deseabas.

El corazón del aterrado hombre se aceleró con brutalidad.

—Por favor… —suplicó en voz baja al borde del llanto.

Pero el viejo santo solo deslizó su dedo de la frente al pecho de Robert, a lo que ante la mirada desorbitada de él, le preguntó.

—¿Eres un traidor?

Robert, incapaz de mentir, asintió.

—Lo soy.

Koran, conforme con su respuesta, cerró los ojos y sus labios articularon algo que Robert no pudo comprender. Un segundo después, ya estaba muerto.

*** 

Una hora más tarde, cuando Digori regresó a su puesto en la prisión subterránea, el Maestro Santo se había marchado. Y no solo él, el prisionero de la celda tres, tampoco estaba allí.

—Mierda —balbuceó mientras se sentaba en su dura silla de madera—. Otro más en lo que va del mes. —Entonces se acomodó, subió los pies sobre la desvencijada mesita que servía como escritorio y miró el retrato del anterior encargado que estaba pegado en la pared—. Sí, sí. Ya lo sé, Dyl, no me mires así. Como siempre, aquí no ha pasado nada.

Luego sacó una botella del interior de su ropa, la destapó y bebió.

—¿Sabes, Dyl? A veces me preguntó por qué duraste tan poco en este cargo. Nunca hallaron tu cuerpo, ni un solo rastro; un día solo desapareciste y ya. Pero yo sé qué ocurrió en realidad. —bebió otro sorbo de la botella—. Por fin lo he descifrado… —eructó antes de decir—: viste algo que no debías ver. Te quedaste cuando tendrías que haber salido. ¡Salud!

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