Baekjoseon, Año del Tigre, Decimonoveno invierno
«El pueblo reza por la primavera. Yo también. Pero con cada latido de mi corazón parece caer más nieve.»
—Pensamientos del rey Yi Hwan
La nieve no había dejado de caer desde el día en que Yi Hwan nació. Incluso ahora, con la corona posada sobre su cabeza y el peso del mundo sobre sus hombros, el invierno persistía como una herida que no cerraba. El palacio entero parecía sumido en un silencio sagrado y cruel, interrumpido solo por el crujido tenue del hielo en las tejas. Yi Hwan caminaba, a primera hora del día, por los pasillos del Ala Este, el ala donde ya nadie vivía… salvo ella.
La Reina Madre Gyeonghwa no había salido de su cámara en casi dos años. Encerrada por voluntad propia, la madre del rey difunto se había convertido en una figura espectral, reverenciada en voz baja, olvidada en la práctica. Nadie osaba mirarla a los ojos. Detrás de Yi Hwan, caminando como una sombra larga y paciente, iba el Gran Consejero Yun Daechang. No dijo una sola palabra. No necesitaba hacerlo. El eco de sus pasos sobre la piedra parecía marcar el tiempo de los pasos reales.
El guardia del umbral bajó la cabeza y abrió las puertas sin anuncio.
La cámara era fría. Aunque había braseros encendidos, la temperatura no subía más allá del aliento suspendido. En el fondo de la estancia, entre cortinas pesadas de brocado pálido, estaba ella: encorvada en su asiento de madera negra, envuelta en mantas de seda bordada, con el cabello canoso recogido con primor, pero sin ornamentos reales. Los ojos de la Reina Madre brillaban como cristales mojados por la escarcha. Cuando Yi Hwan se inclinó, no lo invitó a acercarse.
—Ha llegado el niño que nos robó la primavera.
La voz de Gyeonghwa era quebradiza como papel viejo, pero aún teñida de ácido y resentimiento.
Yi Hwan no respondió de inmediato. Su rostro era el mismo que usaba en el consejo, el mismo con el que soportaba los cuchillos en forma de palabras. Solo su ojo oculto bajo el parche ardía, invisible.
—Vengo como rey, pero también como nieto.
—¿Nieto? —La Reina Madre soltó una risa seca, que se transformó en una tos larga y dolorosa—. Mi hijo murió viendo el mundo cubrirse de nieve... y su heredero fue el presagio de esa muerte. Y pensó: Una criatura de sangre real con un ojo sin alma... ¿Cómo se bendice un linaje maldito?
Yi Hwan apretó los labios. No buscaba clemencia. Tampoco redención.
—No vine por su bendición, daebi-mama.
—Entonces, ¿qué deseas de una vieja a la que el invierno la obligó a encerrarse? —espetó ella, entre jadeos— ¿Compasión? ¿Orgullo?
—Vine a saludarla. A escuchar que pronto saldrá de esta prisión.
Un silencio afilado descendió como la nieve sobre un campo recién segado.
Gyeonghwa levantó lentamente la vista. Sus manos temblaban sobre su regazo.
—Lamento decirle, Jeonha, que solo espero la inminente muerte. —Volvió a toser, esta vez sin contener el llanto leve que le nublaba los ojos—. Pero aún le suplico… por el alma de mi hijo, de la gente de esta nación, por los brotes que nunca florecieron en mi jardín… que rompa la maldición. Devuélvanos la primavera.
Yi Hwan bajó la cabeza.
—¿Y si el precio de la primavera es mi vida?
—Que el Cielo me perdone, pero tendrá que morir como un rey —respondió ella, sin vacilar.
El peso de esas palabras quedó flotando en el aire, helado, cruel, absoluto.
Yi Hwan respiró profundamente. Luego dio un paso atrás.
Fue solo en ese momento que sintió los ojos de su abuelo clavados en él. Yun Daechang no se había movido en todo el encuentro, pero lo había observado como si cada gesto, cada palabra, cada exhalación, fuese parte de una prueba.
Al salir, Yi Hwan no dijo nada. Solo cerró la puerta tras de sí con una lentitud ceremonial.
Dentro, la Reina Madre cerró los ojos y dejó que una lágrima le resbalara por la mejilla. En su mente, los cerezos de su infancia florecían bajo un cielo que ya no existía.
En el fondo ella, aunque muy a su pesar, odiaba el invierno.