El corsé apretaba. No por error, sino por diseño.
—Un poco más, Elspeth —dije sin alterarme, aunque podía sentir cómo las ballenas de acero comprimían mis costillas.
—Sí, Alteza... —respondió la doncella, y sus manos temblorosas me lo confirmaron: había visto la marca otra vez.
La cubrí con la otra mano de inmediato. Ni siquiera intentó fingir que no la notó. Ya no importaba.
La media luna dorada en el dorso de mi mano derecha era una mancha perfecta en una superficie que debía ser impoluta. Los poetas la llamaban un "beso divino". Los sacerdotes, una advertencia.
Yo, simplemente, la llamaba debilidad. Y una debilidad sin utilidad debía ser borrada.
—Los guantes —ordené. Me los puse yo misma. No porque no confiara en Elspeth, sino porque detesto depender de otros para cubrir lo que yo misma no puedo aceptar.
Un suspiro leve, apenas audible, escapó de sus labios cuando se apartó. El tipo de suspiro que solo se da cuando se sobrevive a una conversación tensa con alguien que puede condenarte con una sola palabra. No la culpo. Yo también he suspirado así después de hablar con mi padre.
La puerta se abrió. Me deslicé por los pasillos como lo que esperaban que fuera: un ícono.
Sonrisas, reverencias, promesas veladas. El Gran Salón era un nido de víboras con ropajes bordados en oro. El festival estaba cerca, y los carroñeros ya habían olido sangre nueva.
Y justo al entrar, lo vi venir. El primero del día.
Lord Valerius. Apuesto. Rico. Presuntuoso. Todo lo que detesto en una sola figura cuidadosamente perfumada. Llevaba una rosa blanca, como si eso pudiera hacer olvidar su linaje de idiotas.
—Una flor pálida para la Leona de Fuego —dijo con esa voz enronquecida que practicaba frente al espejo—. Un contraste poético, ¿no cree, Alteza?
Lo miré. Analicé. Calculé.
Rosa blanca: pureza. Intento de mostrar admiración no sexualizada. Movimiento defensivo, evita parecer agresivo. Patético.
Tomé la rosa. Del tallo. Con las espinas.
—Morirá en un día —dije, sin perder la sonrisa—. Una metáfora muy adecuada para la mayoría de los sentimientos que se profesan en esta corte.
Su sonrisa vaciló. Una grieta. Me gusta cuando se agrietan.
—¡Mi sentimiento por usted nunca morirá, Alteza! ¡Es eterno!
Ah. Eternidad. El último refugio de los aburridos.
Me acerqué, bajando la voz.
—La eternidad es un concepto carente de pasión, mi lord. Prefiero los momentos que arden aunque duren poco. Dígame... ¿arde usted con intensidad, o es solo humo de su apellido?
Fue hermoso verlo congelarse, como un conejo al que le soplas muy cerca. Balbuceó algo, giró torpemente, y desapareció entre la multitud. Otro intento fallido. Otro león de papel quemado.
—Tu crueldad va a iniciar una guerra algún día —murmuró una voz a mi lado.
No me giré. No era necesario. Reconocería ese tono incluso entre mil soldados: Elian.
Mi hermano mayor. Capitán de la Guardia. Escudo del Reino. Y el único ser humano que tolero sin necesidad de fingir.
—Por eso estás tú aquí, ¿no? —respondí— Para frenar las guerras que yo provoco.
—Lord Valerius parecía a punto de ahogarse en su copa —añadió con una sonrisa apenas perceptible.
—Si las lágrimas de un tonto pueden comprarme un minuto de silencio, lo considero una buena inversión.
Lo miré. Él me miró. Sin juicio. Sin pena. Solo... comprensión.
—No te gusta esto —dijo.
No lo preguntó. Lo afirmó. Porque él ve más allá de los vestidos y de las frases medidas. Él me ve.
—La corona pesa, Elian. No está hecha para cabezas vivas.
Él asintió.
—Y aun así, la llevas mejor que todos nosotros juntos.
Un momento de quietud. De esos que nadie más ve. Pero que para nosotros… significan todo.
Hasta que llegó el mensajero.
No el de fuera. Uno de palacio. De los que no sudan, no tropiezan, no preguntan.
—Alteza. El Rey solicita su presencia en el estudio privado.
Intercambiamos una mirada. Elian supo lo que yo pensaba. Yo supe lo que él no diría.
Me volví sin una palabra. Elian puso una mano breve sobre mi hombro. Un escudo, recordándome que no estoy sola.
Y me fui.
El juego acababa de comenzar.
El camino hacia el estudio de mi padre era breve, pero nunca se sentía corto.
Mientras caminaba, me despojaba de mi papel. La princesa quedaba atrás con cada paso. La heredera también. En ese umbral, solo quedaba la hija.
La puerta se cerró detrás de mí con un clic discreto. Dentro, el aire olía a cera, cuero, y mapas antiguos. Era el único lugar del reino donde los muros no tenían oídos, pero sí memoria.
Él estaba de espaldas, inclinado sobre el gran mapa de Valerius. No llevaba corona, ni manto, ni máscara.
—Puedes acercarte, Seraphina —dijo sin mirarme.
Lo hice.
Mi mirada barrió la mesa: fichas de ejércitos, alianzas, rutas de comercio... y una figura nueva posicionada peligrosamente cerca del sur.
—Lord Theron sigue empujando la frontera —comenté.
—Y tú sigues leyendo el tablero con más precisión que todo mi consejo —respondió.
No había halago en su voz. Solo reconocimiento.
—Lord Valerius vino aquí poco después de su... encuentro contigo —añadió, girándose por fin hacia mí—. Tenía el cuello rojo, las manos sudorosas, y un rastro de perfume que no lo salvó de la vergüenza.
Lo miré con una ceja apenas levantada.
—¿Y qué quería? ¿Una segunda oportunidad?
—Una explicación. Un consuelo. Tal vez una guía para cómo volver a mirarte a los ojos sin tartamudear.
Me crucé de brazos.
—Culpa mía. Pensé que era un duelo. Luego entendí que apenas era un bufón con flor.
Él sonrió. No como rey. Como padre. Una sonrisa real.
—Sé que estás aburrida, Phina.
—No es aburrimiento, padre. Es hastío. Una epidemia de previsibilidad.
—Y por eso estás aquí. Porque he traído un antídoto.
Alcé una ceja.
—¿Has convocado al Dragón del Norte para una partida de ajedrez? ¿O al filósofo loco de la biblioteca perdida?
—Nada tan extravagante. Aunque igual de peligroso.
Se inclinó sobre el mapa y movió una ficha que no reconocía. Una de madera negra, pulida y sin blasón. Un comodín.
—He invitado a mi viejo amigo, Lord Ibuki de la Casa Hoshino del Este.
Mi ceja se mantuvo alzada. Pero mi mente ya se había activado.
El samurái. El muro del este. Silencio y filo en igual medida.
—Un gesto político. Demostrar que el Este está firme junto a nosotros ante los lores disidentes del sur. Astuto.
—Tú ves bien. Pero ves solo una parte. No he traído al padre para ti, Phina. He traído al hijo.
Eso me detuvo.
—¿El heredero Hoshino?
Él asintió.
—Ibuki me escribió. Dice que su hijo es... extraordinario.
Caminó hasta su silla y se dejó caer como un general que, por fin, confiesa la verdad al estratega que confía más que en nadie.
—Dice que el chico domina la espada, pero no la usa. Que puede ganar un combate con una sola sonrisa. Que su carisma no es una herramienta, sino una tormenta. Que su lealtad es absoluta… y su método, caos.
Me incliné, interesada. Pero también escéptica.
—¿Un prodigio excéntrico?
—No —dijo Ragnar—. Un reflejo de ti.
Eso me hizo fruncir el ceño.
—¿Me estás comparando con un extraño?
—No. Estoy comparando tu mente... con la de alguien que podría finalmente darte un reto real.
Me senté frente a él. Sin cruzar piernas. Sin teatralidad. Escuchando.
—¿Qué es lo que esperas de mí, entonces?
—Nada que no desees hacer por voluntad propia.
Y entonces lanzó la carta.
—Ibuki me dijo algo. Algo que no pude ignorar. Palabras exactas:
"Mi hijo no se inclina ante títulos. Se inclina ante la voluntad que iguala o supera la suya."
Me quedé en silencio.
Mi padre me observaba como si esperara que eligiera entre dos espadas en la oscuridad.
—¿Y qué opinas tú, Phina?
—Opino... —respondí, sonriendo levemente— que me acabas de presentar un oponente.
Él no respondió. Solo se inclinó hacia el mapa... y colocó la ficha negra sobre Aethelgard.
Me mantuve sentada unos segundos más, observando la ficha negra sobre Aethelgard como si pudiera predecir sus movimientos.
—¿Y cuándo llegan? —pregunté finalmente, sin apartar la vista del mapa.
—Aún no han respondido, pero la invitación ya fue enviada —dijo Ragnar—. Ibuki es lento para hablar, pero preciso cuando lo hace. Si viene... vendrá sin aviso, pero no sin intención.
—¿Y si no vienen?
—Entonces tendrás que esperar un poco más para enfrentarte a alguien que no se doblegue a tus primeras palabras.
—¿Cómo es él? —pregunté—. No su poder. Él.
Mi padre guardó silencio por un instante. No por ignorancia, sino por cautela.
—Ibuki escribió que su hijo no necesita imponerse. Que su sola presencia desplaza. Que su risa incomoda a los débiles, y que su juicio es más agudo que la espada que no lleva.
Y añadió una línea que no olvidaré:
"Edu no busca el centro del mundo, pero cuando entra en una sala... el mundo gira hacia él."
Tragué saliva. No por emoción. Por estrategia.
—Interesante forma de describir un rival.
—No sé si será un rival, Phina. Pero sé que no será indiferente para ti.
Me puse de pie. Ya no había nada más que decir.
—¿Dónde piensas ir? —preguntó él.
—A leer fantasmas.
Y salí sin esperar réplica.
---
[Vista de Ragnar]
Vi cómo se alejaba con esa firmeza que sólo tienen los que nacen con propósito... o con rabia heredada.
Durante años, Seraphina ha sido mi mejor jugada.
Pero todo jugador, tarde o temprano, necesita perder para evolucionar.
Si Edu Hoshino es lo que Ibuki afirma…
Entonces el fuego y el huracán están destinados a encontrarse.
Y yo solo tuve que poner la chispa.
---
[Narración principal – Seraphina]
No me detuve a saludar a nadie. Mi mente seguía rumiando cada palabra de mi padre.
Aún no estaban en Valerius.
Pero ya estaban en mi cabeza.
Llegué a la biblioteca sin haberlo planeado del todo. Mi cuerpo me trajo. O tal vez mi ego.
Edu Hoshino.
El nombre ya pesaba. No como una amenaza, sino como un acertijo.
Y los acertijos son mi debilidad favorita.
Comencé por lo básico: tratados históricos, linajes regionales, alianzas políticas.
Nada.
Luego pasé a registros menos públicos: notas privadas del Consejo, intercambios de comercio... una mención vaga de la Casa Hoshino como "aliado no afiliado".
Aliado no afiliado... elegante forma de decir: respetado, pero temido.
Nada sobre el heredero.
Nada. Y eso en sí mismo... era información valiosa.
—¿Buscas a alguien en especial, hermana?
Elian.
Su voz nunca suena como interrupción. Tal vez porque rara vez interrumpe lo que no comprende.
—Busco a alguien que todo el mundo finge no conocer —respondí—.
Y eso, Elian, es lo que más me interesa.
Él cruzó los brazos y se apoyó en el marco de la puerta.
—¿Un nombre?
—Edu Hoshino.
Una pausa.
—Ah... el caos con sonrisa.
—¿Tú también?
—Padre me dejó ver la carta de Ibuki. Dice que el chico no se rige por autoridad.
Sólo responde a quienes pueden dominarlo sin cadenas.
—¿Dominarlo?
—Intelectualmente. Estratégicamente. Emocionalmente... eso no lo decía, pero lo insinuaba.
Me giré hacia la mesa.
—Entonces tendré que conocer su idioma antes de hablarle.
Él sonrió.
—¿Y qué harás cuando descubras que no habla en un idioma, sino en claves?
—Aprenderé sus claves.
—¿Y si no te las da?
—Entonces las tomaré.
Él sacó un sobre del interior de su túnica y lo dejó sobre la mesa.
—Esto llegó por halcón imperial. Archivos del Este. Lo único que enviaron.
—¿Qué es?
—Un haiku. Sin firma.
Lo abrí. Tres líneas. Tinta negra. Estilo caligráfico impecable.
> "El río sin cauce / no teme a la montaña / sólo a sí mismo."
Lo releí. Una vez. Dos.
—¿Él lo escribió?
—No lo sé. Pero si fue él...
Ya estás jugando y aún no has hecho tu primer movimiento.
Sonreí.
—Entonces que se prepare.
Porque la primera pieza... ya está en mis manos.
[Vista de Lord Valerius]
Los pétalos estaban secos. Se deshacían entre mis dedos con el más mínimo roce, como se deshizo mi dignidad bajo su mirada.
"Morirá en un día", dijo.
Como si yo fuera esa flor. Como si mis intenciones no valieran más que su burla disfrazada de elegancia.
Golpeé la mesa. No fuerte. Pero suficiente.
Los sirvientes callaron. El vino se agitó. Uno de los copones cayó al suelo. Nadie se atrevió a recogerlo.
Respiré hondo. Me senté. Crujió el respaldo de la silla como si también llevara la humillación en su madera.
—¿Y ahora qué harás? —preguntó uno de mis amigos con cuidado, como quien ofrece una cuerda a un hombre que no sabe si piensa colgarse o escalar.
—Lo que hacen los hombres con visión —respondí—. Esperar... y atacar cuando crea que ha ganado.
—¿Atacar?
—No con espadas. Con algo mucho más peligroso: permanencia.
Me incliné hacia el fuego.
—Voy a estar ahí. En cada evento, en cada celebración. En cada paso que dé.
La haré verme incluso cuando no me mire. La haré pensar en mí incluso cuando crea odiarme.
No quiero su amor.
Me giré hacia ellos.
—Quiero su rendición.
—¿Y si se te adelanta alguien más?
—¿Alguien más? —me reí con desprecio—. ¿Quién podría conquistar a la princesa más inalcanzable del continente? ¿Con qué fuerza? ¿Con qué historia?
Mi copa estaba vacía. Como mis excusas.
—Nadie la entiende como yo. Nadie ha sentido lo que yo sentí cuando me miró como si no existiera.
Arrojé la flor seca al fuego. Las brasas la consumieron como lo haré yo con su voluntad.
—No voy a amarla.
Voy a marcarla.
Y cuando lleve mi nombre en sus venas, entonces...
el reino también será mío.