(Vista de Ibuki y Sakura)
La única luz en el estudio de Ibuki provenía de la llama solitaria de una vela, su parpadeo arrojando sombras danzantes sobre los mapas de guerra y las crónicas de linajes que abarrotaban los estantes. Afuera, la casa Hoshino estaba envuelta en el silencio profundo que precede a un largo viaje. Sakura entró sin hacer ruido, una presencia calmada en la tensa quietud. Llevaba dos tazas de té, cuyo vapor se elevaba en espirales lentas. Dejó una junto a la mano de su esposo, que descansaba inmóvil sobre el mapa del reino de Valerius.
—Estás preocupado —afirmó Sakura, su voz suave pero sin inflexión de pregunta—. Y no es por los bandidos del Paso del Susurro, ni por la política de la corte de Ragnar. Es por ellos.
Su cabeza hizo un gesto sutil hacia la dirección donde dormían sus hijos. Ibuki finalmente alzó la vista del mapa, y en sus ojos cansados, Sakura vio al padre, no al general. Él asintió lentamente. Tenía razón, como casi siempre. Su preocupación más profunda no estaba en los mapas ni en los informes de los espías. Estaba durmiendo a unos metros de ellos.
—¿Qué es lo que te quita el sueño esta noche, Ibuki? —preguntó ella de nuevo—. ¿La mente de Kenji, o el corazón de Edu?
Él soltó un largo y lento suspiro, el vaho visible por un instante. —Ambos. Y ninguno —admitió, su mirada perdida en las brasas de la chimenea—. Edu... es un huracán, Sakura. Un día es el heredero perfecto, sereno y carismático, capaz de desarmar a un embajador con una sonrisa. Al siguiente, es un torbellino de caos y bromas que pone a prueba la paciencia de los dioses. Su poder y su encanto crecen juntos, y esa combinación, en un joven que aún no se conoce del todo a sí mismo... es peligrosa.
Sakura sonrió, una sonrisa genuina y llena de un profundo conocimiento de su hijo. —Y sus guardianas libran una batalla diaria para contener ese huracán. Es casi un arte observarlas.
Ibuki no pudo evitar una pequeña sonrisa propia. —Una guerra, diría yo.
—No, es un juego —lo corrigió ella, sus ojos violetas brillando con diversión—. Un juego que él siempre gana. Azumi intenta construir muros de lógica y silencio a su alrededor, una fortaleza de hielo para mantenerlo a distancia. Y él, con una sola palabra de empatía, con una observación tan aguda que nadie más ve, encuentra la única grieta y derrite el muro por completo. La desarma con su sinceridad hasta que ella no sabe si quiere apuñalarlo o sonrojarse. Al final, siempre se sonroja.
> > —Y Shizuka —continuó Sakura, claramente disfrutando de su análisis—, intenta enfrentarlo con la fuerza del deber y la reprimenda, como una montaña que intenta detener el viento. Y él simplemente baila a su alrededor, convierte la furia de ella en una broma, la provoca hasta que olvida su enfado y solo queda la exasperación de una hermana mayor.
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—Las desarma a ambas —asintió Ibuki—. Una con sinceridad, la otra con ingenio. Pero es un juego arriesgado. Las hace bajar la guardia.
—Quizás —dijo Sakura, su tono volviéndose más suave—. Pero hay un tercer jugador en ese juego. Uno que nunca baja la guardia.
Ambos miraron instintivamente en dirección a los dormitorios. Sabían que, acurrucada a los pies de Edu, estaría ella.
—Zuzu —dijo Ibuki, el nombre saliendo con una mezcla de exasperación y un profundo afecto.
—Esa pequeña bola de pelos —confirmó Sakura—. A veces creo que es la única que realmente entiende cómo manejarlo. Azumi y Shizuka intentan controlar al huracán. Zuzu simplemente... le roba el paraguas en medio de la lluvia. Lo humilla con sus bromas. Le araña los muebles, le roba la comida, sabotea sus intentos de meditación... lo mantiene... humano.
—Es su ancla a la tierra —reflexionó Ibuki en voz alta—. Su humildad.
Se quedaron en silencio, pensando en esa extraña y perfecta simbiosis.
—Y luego está Kenji —dijo Ibuki, cambiando de tema—. Su mente es un arma formidable. Es más agudo y analítico de lo que yo era al doble de su edad. Pero su corazón vive en los libros y los mapas. Este viaje, la corte de Valerius... es un campo de batalla para el que sus pergaminos no lo han preparado. Espero que aprenda a leer a los hombres con la misma agudeza con la que lee sus textos.
—Aprenderá —aseguró Sakura con confianza—. Tiene a Azumi como modelo. Ella es un libro escrito en el lenguaje del silencio y la observación. Kenji es inteligente. Reconocerá una fuente de conocimiento cuando la vea.
La esperanza de que el encuentro con la princesa de Valerius fuera un catalizador para Edu era un punto de luz, pero la verdadera oscuridad en la mente de Ibuki era otra. Sakura, como si leyera sus pensamientos más profundos, dejó escapar un suspiro.
—Nuestro hijo es una tormenta que podemos ver y oír, Ibuki —dijo, su voz ahora desprovista de toda ligereza—. Podemos prepararnos para él. Pero es nuestra hija... es la quietud del mar antes del tsunami lo que de verdad me quita el sueño.
—A mí también, Sakura —confesó él, su garganta apretada—. Desde que llegó el heraldo de Ragnar, no es la misma. Su sonrisa no llega a sus ojos. Y su silencio... su silencio es más pesado que el de una tumba. Su espíritu está en otro lugar. Un lugar oscuro.
—No es la imaginación de una niña, Ibuki. He visto esa mirada antes —dijo Sakura, y su mirada se volvió lejana—. En mi tierra natal. Las oráculos del Templo de la Luna Silenciosa tenían esa misma mirada justo antes de hablar de catástrofes. Una mirada que ha visto el final de un cuento y se ve obligada a vivir el principio.
> > —Mi abuela —continuó en un susurro, como si compartiera un secreto prohibido—, contaba historias sobre niños así. Niños que nacen con un corazón demasiado abierto al mundo. No los llamaban profetas. Los llamaban los 'tocados por la Gracia'.
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—¿La Gracia? —preguntó Ibuki, la palabra extraña en sus labios.
—No es Maná —explicó Sakura—. El Maná es el poder del mundo físico. La Gracia, decía mi abuela, es diferente. Es el eco de la 'Primera Luz'. La energía de la creación misma, antes de que se rompiera. Un poder que no obedece nuestras reglas, porque es más antiguo que ellas. Es un don terrible, Ibuki. Les permite sentir las heridas del mundo como si fueran las suyas propias. Son como una campana de cristal perfecta; pueden emitir el sonido más puro, pero el golpe equivocado puede hacerlos añicos para siempre.
Un frío que no era de la noche recorrió a Ibuki. Las piezas finalmente encajaron.
—Entonces es eso —dijo—. Su comportamiento no es aleatorio. Está enfocado. No es solo el viaje lo que la asusta. Es Edu. Todo gira en torno a él. La he observado, Sakura. No le quita los ojos de encima. Cuando él ríe, ella lo mira con una tristeza infinita. Hinata tiene un miedo aterrador a perderlo.
—La pesadilla que tuvo —añadió Sakura suavemente—... Aquella de la que no quiere hablar, estoy segura de que trataba sobre él. Su silencio no es de miedo por sí misma. Es de pavor por su hermano. Teme que las sombras de las que habló nazcan de él o que quizás el pierda su humanidad.
—Ver a la persona que más amas como la fuente del mayor peligro —susurró Ibuki, su voz ronca por la emoción—. Ver a tu muro protector como una amenaza a punto de derrumbarse. Qué carga tan cruel para un corazón tan pequeño.
Se sintió, por primera vez en muchos años, impotente.
—Puedo enfrentarme a ejércitos, Sakura. Puedo planear la defensa de un reino. Pero, ¿cómo lucho contra una pesadilla en el corazón de mi propia hija? ¿Cómo protejo a mi hijo de un destino que solo ella puede ver?
Sakura se acercó y puso su mano sobre la de él. Su tacto era un ancla.
—No puedes luchar contra su visión, Ibuki —dijo con suavidad—. Solo puedes darle la fuerza para soportarla. Y recordarle que, a pesar de su secreto, no está sola. Nuestro deber no es entender el futuro. Es proteger el presente.
Ibuki asintió, su resolución de padre superando al miedo. Irían a Valerius, y se enfrentarían a lo que viniera, juntos. Pero la imagen de la "campana de cristal" de su hija, a punto de enfrentarse a la "tormenta" de su hijo, no lo abandonaría en todo el viaje.
(Vista: Edu y Kenji)
La gran biblioteca de la Casa Hoshino era el santuario de Kenji. El sol de la mañana se filtraba por los altos ventanales, iluminando motas de polvo que danzaban en el aire sobre una enorme mesa de roble. Sobre ella no había un solo libro, sino un universo de información desplegado: mapas del reino de Valerius, pergaminos con los linajes de las casas nobles del oeste y notas apresuradas sobre rutas comerciales y alianzas militares. Kenji estaba de pie, inclinado sobre el mapa de Aethelgard, su dedo trazando las murallas de la ciudad con una concentración absoluta.
La paz se rompió con la entrada de Edu. No entró, irrumpió, trayendo consigo una energía que parecía desplazar el aire solemne de la habitación. Llevaba su bokken de entrenamiento apoyado en el hombro y una sonrisa despreocupada.
—Hermanito, si sigues mirando esos mapas con tanta intensidad, vas a hacerles un agujero —dijo Edu, su voz resonando en el silencio—. Déjame adivinar. ¿Ya has planeado tres rutas de escape, identificado cuatro posibles puntos de emboscada y memorizado el árbol genealógico del jefe de la guardia real?
—La preparación es el noventa por ciento de la victoria, hermano —respondió Kenji sin levantar la vista, su tono tan plano y preciso como las líneas del mapa—. Un concepto que tú sueles dejar al diez por ciento restante y a lo que llamas "carisma".
Edu soltó una carcajada y se acercó a la mesa, apoyándose en ella con una gracia casual. Sus ojos recorrieron el meticuloso trabajo de su hermano.
—La política de Valerius no es un juego de Go, Kenji. Este no es un tablero donde ganas rodeando las piezas de tu oponente hasta que no puede moverse. Es un escenario. Y en un escenario, no gana el mejor estratega, sino el mejor actor.
—Un actor sin guion es un bufón —replicó Kenji, levantando finalmente la vista. Sus ojos amarillos se clavaron en los de su hermano con una seriedad que contrastaba con la ligereza de Edu—. Y tú vas a entrar en el nido de leones sin siquiera haber leído el programa. Esa confianza tuya es tu mayor arma y tu mayor debilidad. Funcionó con los nobles menores de Astoria porque nos conocen, conocen a padre, conocen nuestra historia. En Aethelgard eres un extraño, una variable desconocida. Te analizarán, te probarán. Y por lo que dicen todos los informes, la Princesa Seraphina no es de las que se rinden. La llaman la 'Leona'. Las leonas no se rinden, hermano. Cazan.
Edu no dejó de sonreír. De hecho, su sonrisa se ensanchó, como si la advertencia de Kenji fuera exactamente lo que quería oír.
—Y por eso es tan interesante —dijo, su voz volviéndose más suave, más íntima, como si compartiera un secreto—. Todos, incluido tú, esperan que intente domar a la leona. Esperan una confrontación, un choque de poder. Pero se equivocan. No quiero domarla.
Se inclinó sobre la mesa, su rostro cerca del de Kenji, su mirada intensa.
—Quiero que ella se dé cuenta de que la jaula de oro en la que vive es terriblemente aburrida, y que yo soy el único que se ha atrevido a traer la llave. La gente no se rinde ante la fuerza, Kenji. Se rinden ante la promesa de una libertad que ni siquiera sabían que deseaban.
Kenji se quedó en silencio, procesando la estrategia. Era caótica, arrogante y peligrosamente dependiente de la psicología de una persona que nunca habían conocido. Y, sin embargo, tenía su propia y terrible lógica.
—Y supongo que esa 'llave' —dijo Kenji finalmente, señalando un pergamino doblado en una esquina—, tiene la forma de un haiku enigmático. El movimiento más arriesgado que podías hacer. Una provocación directa.
Edu se enderezó y soltó una carcajada genuina que pareció calentar la fría biblioteca.
—El riesgo es lo que hace que el juego valga la pena, hermanito. Tu sigue preparando el tablero para la guerra. Identifica sus ejércitos, sus defensas, sus recursos. Yo me encargaré de su reina.
Le dio una palmada en el hombro a Kenji y se dirigió hacia la salida con la misma energía con la que había entrado.
—Cuando la reina cae, el reino la sigue.
Salió de la biblioteca, dejando a Kenji solo con sus mapas y sus cálculos. El joven estratega miró el nombre "Seraphina" en uno de sus pergaminos y, por primera vez, se dio cuenta de que su hermano no iba a Valerius a jugar a la política. Iba a iniciar su propio tipo de guerra, una que no se libraba con acero, sino con palabras, sonrisas y promesas de libertad. Y Kenji no tenía ningún mapa para ese territorio.