Sección 4 (Vista: Hinata)
Yo estaba sentada en la engawa, la misma veranda de madera pulida desde donde solía observar el mundo con la inocente certeza de que duraría para siempre. Ahora, esa certeza se había hecho añicos, y el mundo que veía era una imitación casi perfecta del que había perdido, una imitación con grietas que solo yo podía ver. Desde mi sitio, vi a Shizuka salir del dojo con el paso firme y furioso de una tormenta contenida. Unos momentos después, la siguió Azumi, su espalda recta y su caminar sereno eran una mentira que supe reconocer; su calma era una fina capa de hielo sobre un mar embravecido.
No necesitaba oír su conversación para saber de qué habían hablado. Todo, de alguna manera, siempre volvía a Edu.
Antes, sus discusiones eran la música de nuestro hogar: ruidosas, caóticas, pero familiares y, en el fondo, llenas de un afecto inquebrantable. Ahora, cada palabra acalorada me sonaba como el preludio de una marcha fúnebre. Veía las vulnerabilidades que antes me pasaban desapercibidas. La lealtad feroz de Shizuka, que la hacía arder con una furia protectora, ahora me parecía una llama que el futuro usaría para consumirla. La fortaleza de hielo de Azumi, que alguna vez admiré, ahora se me antojaba una prisión de cristal a punto de estallar, y su creciente y confusa devoción por mi hermano era la primera y más peligrosa de las grietas. Incluso Kenji, mi brillante hermano estratega, con su fe ciega en la lógica, me parecía ahora un general que se preparaba para la guerra equivocada, intentando calcular las mareas sin entender la naturaleza de la luna.
Y sobre todos ellos estaba Edu. Mi hermano. Mi muro. El sol de nuestro pequeño universo. Y yo era la única que sabía que los soles también pueden convertirse en agujeros negros, devorando todo a su paso.
El peso de ese conocimiento era una carga física. Me oprimía el pecho, dificultando la respiración. El mundo exterior no había cambiado. El sol seguía calentando la madera, las camelias de madre seguían perfumando el aire, y el sonido del entrenamiento seguía siendo el latido del corazón de nuestra casa. Pero yo era diferente. Me sentía como un fantasma en mi propia vida, una espectadora que se ve obligada a ver una obra de teatro por segunda vez, conociendo de memoria el trágico acto final. Cada risa de mi hermano era un puñal en mi alma, cada gesto de camaradería entre ellos, un recuerdo doloroso de lo que estaban destinados a perder.
La voz del Demiurgo resonaba en mi mente como un mantra y una condena: "Guiar sin revelar. Amar sin explicar". ¿Cómo se guía a alguien hacia un puerto seguro sin advertirle de la tormenta que se avecina? ¿Cómo se ama a una familia sin poder gritarles que corran, que huyan del destino que los persigue?
Zuzu saltó con elegancia desde el techo y aterrizó a mi lado sin hacer ruido. En lugar de sus habituales travesuras para llamar la atención, simplemente se acurrucó junto a mi pierna, un ovillo de pelaje negro y blanco, y me miró con sus ojos bicolores, uno de oro y otro de plata. Parecían contener una sabiduría ancestral que iba más allá de su naturaleza felina.
Me incliné y le susurré, mi voz apenas audible, las palabras que no me atrevía a decir a nadie más.
—Tú también lo sientes, ¿verdad? El silencio. El silencio justo antes de que todo se rompa.
La gata parpadeó lentamente y luego emitió un ronroneo bajo y profundo, una vibración simple y real en mi nuevo mundo de sombras y profecías. Apoyé mi cabeza en mis rodillas, aceptando el consuelo silencioso de mi única confidente.
En ese momento tomé una decisión. No podía actuar todavía. No podía correr y buscar respuesta que no conocía basándome en un sueño. Aún no. Primero, tenía que entender las reglas de este nuevo juego. Si mi presencia había alterado la línea de tiempo, necesitaba saber cómo. Tenía que convertirme en una mejor observadora que Kenji, en una psicóloga más aguda que Edu. Tenía que observar cada gesto, cada palabra, cada silencio, buscando el punto de inflexión, el momento exacto en que pudiera empujar el destino, aunque fuera un milímetro, en una dirección diferente.
Mi misión, por ahora, no sería grandiosa ni heroica. Sería silenciosa. Solitaria. Una vigilia constante.
Levanté la vista y vi a mi padre caminando por el jardín. Nuestros ojos se encontraron a través de la distancia. Vi en su rostro la misma preocupación que había sentido en su voz la noche anterior, y supe que él y mi madre también habían notado mi cambio. Le ofrecí una pequeña y débil sonrisa, lo mejor que mi nuevo y pesado corazón pudo reunir. Él me la devolvió con un asentimiento solemne. Fue un intercambio silencioso que lo confirmó todo: ellos sospechaban, pero no sabían. Y yo sabía, pero no podía contar. La distancia entre nosotros, antes inexistente, ahora se sentía tan vasta como el cielo.
El momento de partir a valerius había llegado, y yo tenía que estar lista para proteger la luz de mi hermano.
Las grandes puertas del este de la finca Hoshino se abrieron con un chirrido solemne. El carruaje, una imponente construcción de laca negra y emblemas dorados de la casa, esperaba. Ibuki dio las últimas instrucciones a su capitán de la guardia, su voz firme y clara, un recordatorio de que, aunque iban como invitados, nunca dejaban de ser una potencia militar. Uno a uno, subimos al espacioso interior. El mundo exterior, nuestro hogar, se fue reduciendo hasta quedar enmarcado por la ventanilla. La puerta se cerró con un clic sólido, sellándonos en nuestro propio universo rodante.
La atmósfera dentro era una extraña mezcla de expectación y tensión familiar. Padre y madre se sentaron en uno de los bancos más anchos, una imagen de poder sereno. Kenji, como era de esperar, ya se había sumergido en un pesado tomo sobre la historia política de Valerius, ajeno al mundo. Yo me senté junto a la ventana, fingiendo interés en el paisaje que pasaba para ocultar la tormenta en mi interior. Y Edu, fiel a su naturaleza, había decidido sentarse en el banco opuesto, justo en el medio, flanqueado por una estoica Azumi y una visiblemente irritada Shizuka.
El silencio inicial, roto solo por el traqueteo de las ruedas, fue cortado por un dramático suspiro de mi hermano mayor.
—Cuatro días —declaró al aire—. Cuatro días encerrados en esta caja de madera. Espero sinceramente que hayan traído buenos temas de conversación, o me veré forzado a recitar mis poemas de juventud. Y créanme —añadió, mirando con picardía a sus guardianas—, nadie quiere eso.
—Prefiero Cuatro días de silencio absoluto a un solo verso de tu insufrible poesía, joven maestro —replicó Shizuka al instante, sin siquiera mirarlo.
Fue entonces cuando la verdadera reina de la casa decidió que el viaje había sido demasiado tranquilo. Zuzu, que había estado durmiendo en una cesta de viaje a los pies de mi madre, emergió con un bostezo que mostraba sus pequeños y afilados dientes. Se estiró con una elegancia deliberada, primero las patas delanteras, luego las traseras. Y comenzó su inspección.
Saltó al regazo de Kenji, caminando directamente sobre las páginas de su libro.
—Zuzu, el conocimiento no es un puente —murmuró Kenji, apartándola con cuidado.
La gata lo ignoró por completo. Pasó de largo a Shizuka, quien hizo un gesto para espantarla, y saltó directamente sobre los hombros de Edu, intentando acomodarse como si fuera un chal de piel viviente y con ínfulas de superioridad.
—¡Lo ven! —exclamó Edu, inclinando la cabeza para evitar que una de las garras de Zuzu se enredara en su cabello—. ¡Ni cinco minutos y la tirana peluda ya intenta establecer su dominio! Zuzu, no soy un trono. Soy tu amo, y exijo un mínimo de respeto.
En respuesta, Zuzu comenzó a lamerse una pata con una indiferencia soberana, ignorando por completo su protesta. Mientras Edu se retorcía teatralmente, su hombro se acercó demasiado a Azumi. Ella, sin perder la compostura ni por un segundo, levantó un abanico cerrado y lo colocó con precisión milimétrica en el espacio entre ellos, una barrera silenciosa pero inequívoca. Edu notó el gesto y le dedicó una sonrisa de complicidad que ella, por supuesto, ignoró.
Mis padres observaban toda la escena con la paciencia de quienes han visto esta obra miles de veces. Mi madre ocultaba una sonrisa divertida detrás de su mano, mientras que en los ojos de mi padre había un brillo de afecto bajo su máscara de estoicismo.
Kenji, habiendo salvado su libro de más profanaciones felinas, decidió que ya había habido suficiente frivolidad.
—Padre, los informes sobre la actividad de Lord Theron en las provincias del sur son preocupantes —dijo, su tono volviéndose serio—. Su presencia en el festival podría ser una oportunidad para observar sus alianzas y medir su influencia real en la corte.
—Estoy de acuerdo, Kenji —respondió Ibuki, el cambio de tema instantáneo—. Su casa ha acumulado demasiada riqueza de las minas de hierro, y la lealtad que compra con oro es volátil. Sakura y yo estaremos atentos a sus movimientos en el baile. Tú y Azumi, quiero que presten atención a las conversaciones entre los capitanes de las otras casas. La verdadera información rara vez se encuentra en el salón del trono.
Mientras ellos se sumergían en la estrategia, yo seguía con la mirada perdida en la ventana. La risa de Edu por alguna nueva travesura de Zuzu, el murmullo analítico de Kenji, la reprimenda contenida de Shizuka... todo se sentía distante, como los ecos de una vida pasada. Estaba rodeada por las personas que más amaba en el mundo, encerrada con ellas en un pequeño espacio, y nunca me había sentido más sola. Mi reflejo en el cristal me devolvía la imagen de una niña con los ojos de una anciana, una guardiana de un futuro que rezaba cada segundo por poder cambiar.
El sueño me arrancó de la comodidad de mi habitación en la posada sin previo aviso. Un instante estaba escuchando el silencio de la noche, y al siguiente, me encontraba de pie sobre el infinito suelo de mármol blanco. El jardín de cristal se extendía a mi alrededor, sus árboles de geometría perfecta y sus flores de prisma sólido bañados en una luz pura y sin fuente. El zumbido armónico y sin emociones del lugar vibraba en mi interior.
Frente a mí, la luz se plegó sobre sí misma, y la imponente figura hecha de poliedros de cristal giratorios se materializó. Su núcleo brillante pulsaba con una autoridad absoluta. Era el arquitecto de mi visión.
Bajé la cabeza, en una sumisión instintiva.
—Demiurgo... —susurré.
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Levanté la vista, mi miedo luchando contra la nueva y pesada carga de mi deber. Ya no preguntaría por el pasado; solo podía enfrentar el ahora.
—¿Qué debo hacer? —pregunté, mi voz firme, aceptando mi rol.
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Me preparé, sintiendo que cada palabra que estaba a punto de pronunciar en mi mente cambiaría el curso de mi vida.
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La frase era hermosa y confusa. —¿Una luz que no pertenece al día? No entiendo.
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La imagen de la marca, un creciente dorado, volvió a mi mente, esta vez no como una revelación, sino como la pieza central de un rompecabezas.
—La media luna dorada... —repetí, probando las palabras—. ¿Qué significa? ¿Por qué es tan importante?
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"Un recipiente de Fuego". "La Leona". Las pistas estaban ahí, veladas y poéticas. La misión era clara, pero el camino para cumplirla era un laberinto.
—Pero... ¿cómo? Soy una niña. ¿Cómo puedo encontrarla y entender algo tan grande?
La figura de cristal pareció inclinarse, su inmensa presencia llenando toda mi percepción. Su voz se volvió más dura, más fría.
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El mensaje era absoluto. No había lugar para la duda. Solo para la obediencia.
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La luz del núcleo de la criatura se expandió, cegándome, borrando el jardín de cristal en un instante de blancura absoluta.
Desperté con una bocanada de aire, mi corazón martilleando. La primera luz del amanecer se filtraba por la ventana. Desde el pasillo, oí la risa lejana de Edu. Mi miedo seguía ahí, pero ahora ardía con la intensidad de un propósito. Ya no tenía un nombre, tenía un acertijo. Y sabía que la respuesta a ese acertijo me esperaba en Aethelgard, oculta tras el orgullo de una Leona y la luz de una media luna dorada.